Por José Emilio Ortega – Santiago Espósito (*)
Destacados académicos, ilustres consultores, comunicadores y diversas figuras del sistema estable fracasaron. Casi nadie pudo predecir que el “ultraderechista” Jair Bolsonaro obtendría el 7 de octubre casi 50 millones de votos, aproximadamente la tercera parte del padrón electoral de Brasil. Quedó a poco de obtener el triunfo en primera vuelta, después de aumentar su intención de voto la semana previa a la elección, luego de que cientos de miles de mujeres se manifestaron en su contra bajo la consigna “Él no”, “Él nunca”.
Pese a llevar más de 20 años en política como diputado federal, con un capital político apenas superior a 3% en sondeos preliminares -anteriores al inicio de la campaña electoral-, el militar retirado se las compuso para presentarse como un outsider, con un discurso agresivo y discriminatorio.
Su lista de declaraciones lo caracterizan como un nostálgico de la dictadura militar, promotor de la portación de armas para defensa propia, machista, racista, homófobo y xenófobo. Propone ajustes dramáticos en la economía y un regreso a líneas de política educativa conservadora. Increíblemente, y a pesar de ello, Bolsonaro lidera la intención de voto para la segunda vuelta entre los electorados femenino (42%) e indígena (41%). Entre las personas de raza negra alcanza 37%, frente a 45% del candidato del Partido de los Trabajadores (PT), Fernando Haddad.
Lo de Bolsonaro no es nuevo. Proliferan candidatos que se esfuerzan por parecer ajenos al sistema político tradicional, prometiendo terminar con los efectos nocivos de la globalización, los beneficios de las minorías y la corrupción, agitando temas arraigados en la agenda por años, que afectan de manera directa y tangible a la población y que la clase política convencional no solucionó.
Trump prometió que Estados Unidos iba a dejar de ser perjudicado por la propia estructura del sistema internacional; Duterte en Filipinas apuntó a una lucha contra el narcotráfico; Salvini en Italia hizo lo propio contra los inmigrantes, mientras que Kaczynski en Polonia abogó por el regreso de valores tradicionales y a matizar los efectos del liberalismo económico de la Unión Europea; sólo por dar algunos ejemplos.
Particularmente luego de la globalización, el sistema estable -entendiéndolo como comprendido por principios, valores, instituciones, reglas que hemos aceptado como definitorias del paradigma “Estado de derecho”- parece haber perdido cierta capacidad para dar marco a diferentes retos, demandas y alternativas políticas. La lógica discursiva planteada por candidatos que olfatean este fallo radica en confrontar con ese sistema estable, lo que permite combinar planteos políticos heterogéneos y heterodoxos. Que mujeres, negros y homosexuales voten a Bolsonaro se explica no tanto en razón del fondo de sus declaraciones sino fundamentalmente en las formas y herramientas.
Un discurso directo a deslegitimar el sistema político liberal, la corrección política y las instituciones. Un golpe a las partidocracias, a ciertas elites privilegiadas, a figuras públicas que no salen de su zona de confort. “Digo lo que pienso y no me importa” es un valor en el que enormes círculos de postergados empiezan a confiar: y no es la primera vez que ocurre en la historia.
El “golpe por golpe” es su mejor ambiente. Tal como Trump, el ataque de intelectuales y medios de comunicación favoreció a Bolsonaro. Salvini y Le Pen, entre otros, anclan en población hastiada, perjudicada o desesperanzada, en un contexto global que genera ansiedad y temor ante la exclusión laboral, el terrorismo, la inmigración o el narcotráfico. El problema no es, como dicen, si hay un Bolsonaro en cada votante -demonización del candidato y su adherente- sino qué demandas no atendidas por el sistema empujaron a cada ciudadano a brindar ese apoyo.
Es probable que estemos viviendo, diez años después, consecuencias de la crisis de 2008 que reformulan el proceso globalizador; lo que no significa que se acabará el intercambio cultural o comercial aunque sí que puede fortalecerse el estado-nación. Lo vimos con el apoyo a Trump, o la oleada probrexit que benefició a May; y por supuesto en la política de “fronteras cerradas”, de “negocios internacionales sin ideología” o la pobre valoración del Mercosur que Bolsonaro o sus figuras plantaron como agenda.
Bolsonaro captó el voto anti PT -desgaste de más de 10 años de gobierno-. Capitalizó el retiro forzado de Lula -historia que aún reclama algún capítulo- y el impopular gobierno de Temer. Aprovechó el repudio a los partidos, afectados por la corrupción y la crisis de valores. Se apoyó en sólidos y dinámicos sectores, como la iglesia evangélica, la clase media-alta y el movimiento agrícola.
Son demasiados casos para seguir pensando que se trata de casualidades, accidentes, modas o meras equivocaciones. Resta seguir intentando interpretar qué representan estos nuevos fenómenos, por qué logran adhesión, cuál será su real medida de vigencia y qué consecuencias regionales y mundiales acarrearán. Ciertamente, las promesas de Bolsonaro fueron muy pocas: ¿alcanzan para nuevos pactos políticos?
Como sea, parafraseando a Paul Valery, el futuro ya no es lo que era. Quizá porque, como cantó alguna vez Carlos “Indio” Solari, el futuro ya llegó. Y aún seguimos sin darnos cuenta.
(*) Docentes UNC