Por Carlos Ighina (*)
El Diccionario de la Real Academia Española, en su segunda acepción, define el ocio como el tiempo libre de una persona. La palabra, derivada del latín “otium”, es ubicada por Joan Corominas como de uso en la lengua castellana desde 1413, aludiendo al reposo.
El turismo, en si mismo, es una actividad propia del tiempo libre y en tal sentido pasa a ser una conquista espiritual del hombre. El turismo es consecuencia del afán de conocimiento y éste es connatural a la persona.
Fernández Fuster nos habla de la llamada civilización del ocio, loisir, en francés, que sería la meta no demasiado lejana de la civilización actual. Loisir viene del latín licere, estar permitido, con referencia al tiempo libre fuera de las ocupaciones habituales, de libre disposición. El sentido de esta palabra no es solamente ocio sino reposo, también comodidad, y la realización de una acción que no pueda ser considerada trabajo remunerado: entretenimientos, juegos, deportes, vida de relación, actividades culturales y turismo. Es el concepto de dopolavoro italiano.
Reflexiona Alberto Caturelli que es un lugar común creer que la actividad intelectual puramente contemplativa ninguna relación tiene con el trabajo manual o, a la inversa, que el trabajo carece de toda relación con el ocio espiritual. No sólo esto es falso sino que, por el contrario, el trabajo adquiere todo su sentido en cuanto iluminado por la actitud espiritual y, por eso, no sólo es posible sino necesaria la unión entre ocio espiritual y trabajo manual. De aquí que todo esfuerzo -como el turismo, entendido en la dimensión de su dignidad humanística- que tienda a restablecer la perdida unidad entre vida interior y trabajo, sea merecedor de encomio y debería ser atendido.
Bien interpreta Aparo Antolín Galvalisi la cuestión del tiempo libre en el sentido de ocio espiritual, denotando la natural continuidad existente entre una y otra faceta de la integridad del ser humano. En su obra Tiempo libre y ocio para el trabajador, que edita junto a Gerardo Luis Galvalisi, sostiene que la democracia no admite otra forma de programación que incluya al trabajo, al tiempo libre y al ocio, que no sea ejerciendo la convivencia de elecciones capaces de elevar el espíritu, de manera de enriquecer así la existencia material.
Es evidente, vuelve a insistir Alberto Caturelli, que entre ocio contemplativo y trabajo no debe existir fractura alguna sino que reclaman una unidad armónica. El trabajo ha de ser el resultado del ocio teórico -que es el ocio creativo- y la contemplación debe ser el fin del trabajo. Así el trabajador, en cuanto hombre, que interiormente no está vacío, considerará el trabajo como el comienzo diario de un esfuerzo que, al regresar a su casa, al descanso, se trasmuta naturalmente en ocio espiritual. Es éste el momento en el cual el hombre concreto se ha reencontrado consigo mismo y con su dignidad de persona. Como lo piensa Galvalisi, el tiempo libre debe servir únicamente para un desarrollo del ocio trascendente.
El ocio aparece después de la actividad exterior, como regocijo del empeño de la obra conseguida. Objetivo y recompensa a la vez. Es cuando, agrega Galvalisi, el ocio llena al hombre de fiesta, internalizando las sensaciones e induciendo al descanso. Jean Laloup expresa que “a través del ocio preparamos una idea más elevada del hombre, sentimos más firmemente todas las exigencias de la dignidad humana”.
También Aristóteles meditaba que el ocio es el principio de todas las cosas; al tiempo que Martin Heidegger decía que “esperar serenamente en el despejo del ser, eso y no otra cosa es la esencia del auténtico ocio”. Por su parte, Josef Pieper proponía el ocio como el rango más elevado de la vida activa.
San Juan Crisóstomo estaba convencido de que donde se alegra el amor, allí hay fiesta. El turismo debe ser tomado como una fiesta para el espíritu del hombre. En atención a ello, Robespierre, en el siglo XVIII, dispuso 36 nuevas fiestas nacionales a celebrarse anualmente, porque “son el medio más poderoso de regeneración”.
José Bidegain apoya este modo de pensar cuando opina que “hoy en las empresas hay huelgas motivadas por falta de dichas y de fiestas. Ya los romanos las organizaban. Actualmente el mundo utilitario paga muy caro no reconocerlas como indispensables, pues el equilibrio humano no se logra solamente con el trabajo”. Henri Janne, a su vez, anticipa esperanzadamente que “quizá puede desprenderse un nuevo perfil humano de una sociedad específica del ocio”.
En el Congreso Mundial sobre Horas Libres y Recreo, llevado a cabo en Hamburgo, Alemania, en 1936, se llegó a importantes conclusiones. Por ejemplo, se aceptó que no menos importante que las vacaciones anuales es el fin de semana, con un descanso incondicional durante la tarde del sábado y todo el domingo.
Además, se consideraron los viajes y excursiones las mejores formas de organización de las vacaciones, inclusive a pie, para las clases que dispusiesen de pocos medios. También se estimó que para servir la paz mundial era deseable que los trabajadores de cada pueblo pudiesen asimismo hacer viajes al extranjero y visitarse mutuamente, estableciéndose así positivos lazos de amistad y estimación recíproca entre los pueblos. Más tarde, en otros encuentros internacionales se arribó a criterios similares.
En definitiva, el tiempo libre, espacio natural del turismo, se fundamenta en el ocio, como condición espiritual humana de carácter creativo, jerarquizando el descanso laboral como instrumento válido para alcanzar una mejor calidad de vida.
Ahora bien, es importante destacar la relación entre turismo y cultura.
El maestro Luis Fernández Fuster, reconocido teórico del turismo en España, nos dice que para H. Raymond, de La Sorbona, de París, el turista es el hombre que conserva en sus desplazamientos un conjunto de imágenes que se convierten en típicas y representativas de los lugares que ha visitado, quedando para el sociólogo el análisis de estas imágenes con los sitios que se evocan.
En todo caso es fundamental, en los centros receptores de la oferta cultural, la implementación de políticas respecto del patrimonio histórico, artístico, arquitectónico, social y religioso, su difusión dirigida a los emisores, la preparación de agentes receptivos con formación cultural, la planificación de servicios turísticos orientados a la oferta, amplitud horaria y continuidad de atención en museos y centros culturales, concientización de la población receptora respecto al patrimonio cultural que posee, en particular de aquellos que por su actividad están en contacto con el visitante.
El disfrute del tiempo libre, espacio del ocio creativo, como necesidad de la integralidad de la persona, exige no sólo su reconocimiento sino muy especialmente su cuidado. A veces, concluye Fernández Fuster, el resultado es desconsolador.
Córdoba es una provincia y una ciudad rica en la posesión de un patrimonio cultural y natural, en condiciones de aprehender los beneficios del tiempo libre y las posibilidades del ocio espiritual, con un capital humano altamente perfectible pero amenazado por el desconocimiento del lugar propio de residencia. Sería lamentable caer en lo que Raymond llama “nulificación de la realidad turística circundante”.
Finalmente, sería propicio recordar como axioma que la promoción de la propia cultura hace a la difusión positiva de la imagen de la comunidad que protagonizamos, en casos de manera indelegable.
El meollo es sumar conciencias para que el conjunto de imágenes que recibimos como legado y que construimos a cada momento, más la optimización de los valores humanos, apunte a un “paradigma turístico” y sea la base de la relación turismo-cultura en el contexto del concepto humanista del tiempo libre y del ocio como oportunidad creativa.
(*) Abogado-notario. Historiador urbano-costumbrista. Premio Jerónimo Luis de Cabrera