Por Armando S. Andruet (h)*
twitter: @armandosandruet
Grandes obras de la literatura fantástica y también de la clásica han centrado su reflexión sobre mundos futuros con incuestionables perfiles de peligro y absolutización del Estado, pulverizando en algunos casos al hombre como sujeto; o en otros supuestos, ofreciendo una vida mejor pero siempre con afectaciones de la libertad del hombre.
Por esa razón, cuando se habla de distopía se le adjudica una carga moralmente negativa a dicha sociedad. El Diccionario de la Real Académica de la Lengua define el concepto como “representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana”.
El antónimo de una postulación distópica se nombra como utópica. Así, la utopía es definida en el mismo lugar -en segunda acepción- como “representación imaginativa de una sociedad futura de características favorecedoras del bien humano”. Etimológicamente, la utopía significa también el “no-lugar”. En función de dichos campos malos y buenos para las civilizaciones imaginarias, en la primera se producirán eventos y actos no-eutópicos y en el segundo, los que se produzcan estarán guiados por el bien de su realización -por ello el prefijo “eu”-.
Platón, Tomás Moro, Tommaso de Campanella y Francis Bacon -de quien diremos algo en particular-, por nombrar sólo a algunos de los tantos que se ocuparon de esta cuestión, pensaron una sociedad utópica en la que las cosas pudieran marchar mejor de lo que ellos mismos tenían por delante; aunque debiendo destacarse que no necesariamente los comportamientos eutópicos que Platón en La República o Moro en Utopía o en La ciudad del sol de Campanella o La nueva Atlántida, de Bacon, podrían ser compartidos y superar con éxito una suerte de test de universalización.
En estos productos clásicos no se puede ignorar la frondosa necesidad que políticos, economistas, sociólogos, tecnócratas y demás han postulado sobre la base de un mundo mejor.
El concepto de distopía parece que fuera utilizado inicialmente por J. S. Mill en 1868, y las obras que son clásicas en este mapeo ligero del problema son Un mundo feliz, de Aldous Huxley (publicada en 1932), 1984, de George Orwell (publicada en 1949), y Farenheit 451, de Ray Bradury (publicada en 1953). Naturalmente, entre lo utópico y lo diatópico existe un elemento que marca la huella del proceso civilizatorio en el cual ellas se inscriben.
Retirando la República de Platón, todas las obras utópicas que hemos indicado se producen en el Renacimiento y comienzos de la Edad Moderna, cuando, particularmente con la obra de F. Bacon, el hombre está visualizando un futuro que puede ser mejor, sobre todo a partir del dominio de la naturaleza. Tal aspecto -el gobierno de la naturaleza y, al final de cuentas, de la vida misma de las personas, tanto la física como la especulativa- moviliza la construcción de la literatura distópica.
Sobre este mapa conceptual clásico quiero hacer algunos aportes que me parece que varios siglos después de cualquiera de las primeras obras utópicas y mucho menos de las distópicas nos posicionan frente a un futuro que todavía no se quiere nombrar como diatópico -tampoco confirmamos que lo sea-, pero que tiene todas las condiciones para considerárselo suficiente para poner en crisis gran parte de las prácticas procesales y judiciales que hasta el día de hoy se producen.
Para ello, quiero posicionarme en uno de los temas sin duda centrales de cualquier sistema procesal: el vinculado con la verdad de los hechos que resultan ser juzgados.
A tal fin debe advertirse de que del clásico libro de François Ghorpe -Apreciación Judicial de las Pruebas, de las primeras décadas del siglo pasado- hasta algunos de las obras centrales y recientes en que Michele Taruffo discute el mencionado tema, no sólo han pasado varias décadas sino por sobre todo ha habido un incuestionable avance tecnológico en la averiguación del factum judicial; se ha producido una transformación copernicana en dicho aspecto.
Hoy no existe dificultad mediante la prueba científica porque, en verdad, no es ella generada por ninguna actuación volitiva del sujeto que la indaga sino porque es resultado de una apreciación de tipo demostrativo y empírico que, como tal, brinda el resultado en cuestión. Sin interferencia o impureza de ningún operador judicial. En tal lectura, se puede dar como apotegma que si el procedimiento técnico se ha cumplido adecuadamente, el resultado que propone objetivamente es el correcto. No hay lugar para la discusión o la reconvención. Las ciencias experimentales aplicadas a la averiguación de hechos probatorios es inclaudicable.
La realización utópica de todo juez de tener certeza completa de que los juzgamientos que hace se condicen con la verdad del acontecer fáctico de una persona, de un suceso o de un hecho, es sin duda una alternativa que “eutópicamente” resultará por demás atractiva. La verdad sentencial será también siempre la verdad real. Obviamente, sería ideal que eso fuera así porque la propuesta de la organización “Innocence Project”, de la mano de sus mentores Barry Scheck y Peter Neufeld, viene demostrando que no son pocos los casos juzgados en los que, por razones muy diversas, la prueba de cargo principal ha sido manipulada y, por lo tanto, existen personas condenadas que no lo deberían ser.
Con la prueba científica plena ya no habría lugar para el equívoco. Ella no se equivoca y quizás dichos aspectos, en modo alguno menores, han movilizado una importante cantidad de juristas, a tambor batiente de los avances tecnológicos, a colocar cada vez más cercana la realización experiencial de una prueba científica integrada activamente a la práctica judicial.
Sin embargo, no podemos dejar de apuntar que a veces es pequeña la franja en donde aquello que bien puede parecer valioso y adecuado (“eutópico”) y acorde al desarrollo tecnológico y científico en el cual estamos inmersos, se convierta en “distópico” y, por lo tanto, de gravedad intrínseca para la misma naturaleza humana.
Días pasados hemos tenido acceso a una información que fue difundida por la agencia BBC de Londres (https://www.bbc.com/mundo/amp/vert-fut-44532777), en la que se destaca que un jurado condenó a un sujeto en juicio por “homicidio voluntario”, no asesinato. “Parecía un caso sencillo. Después de una disputa, Bradley Waldroup le disparó ocho veces a la amiga de su esposa. Después atacó a su esposa con un machete. Su esposa sobrevivió. La amiga no. Waldroup admitió su responsabilidad en los crímenes. Los fiscales en Tennessee lo acusaron de asesinato e intento de asesinato en primer grado. Si se le declaraba culpable, parecía probable una sentencia de muerte. Pero entonces el equipo de su defensa decidió pedir un análisis científico. Resultó que Waldroup tenía una variante inusual del gen MAO-A (monoamino oxidasa A), que algunos medios han llamado el ‘gen guerrero’ debido a su asociación con la conducta antisocial, incluida la agresión impulsiva”,afirma la BBC.
Con esto a la vista, es lógico que la prueba científica y el recurso a la biología y a las neurociencias será cada vez más recurrente y nos costará mucho comprender la manera como la biología y las vinculaciones sinápticas en el cerebro son, al final de cuentas, las que gobiernan nuestros actos.
Y cuando ello se encuentre desarrollado en su plenitud, los principios clásicos de atribución de responsabilidad al sujeto en cuanto agente libre entrará en una crisis fenomenal.
Nosotros dejaremos de ser quienes activamos los actos que cumplimos. Y los actos cumplidos serán irrefrenablemente impuestos por condiciones neuronales o biológicas. El sistema jurídico, entonces, habrá de reposar sobre una base fáctica incuestionable de verdad. Sin embargo, es tan verdadera que no parece adecuada al sentido común.
El mundo judicial, sin saberlo del todo, se proyecta en realidades distópicas que hoy son atractivas pero mañana sin duda serán un posible capítulo de alguna obra similar a 1984. Con la perturbación de que no será literatura fantástica sino medios probatorios vigentes.
Tal vez, a dicha distopía probable se le sume aquella otra que Philiph Dick (1928-1982) había producido literariamente en 1956 con el relato El informe de la minoría, que magistralmente llevó al cine Steven Spielberg en 2002 bajo el título Minority Report.
Pues si los genes mandan, para qué esperar que ellos se activen. La solución pasará por una suerte de sentencia previa.