Por Silverio E. Escudero
Colombia, después de una larga y compleja campaña electoral. tiene nuevo presidente. Iván Duque, el elegido, es un político joven –de poder restringido- surgido de las entrañas mismas de la alianza que construyeron los ex presidentes Álvaro Uribe y Andrés Pastrana, ideólogo del Plan Colombia o Plan para la Paz y el Fortalecimiento del Estado.
Este programa permitió el ingreso de tropas estadounidenses al territorio colombiano y la aplicación del plan de la Casa Blanca llamado Andean Counterdrug Initiative (ACI) -“Iniciativa Andina Contra las Drogas”-, que le permite al gobierno de Bogotá recibir asistencia económica, financiera y militar del Foreign Military Financing (FMF) -“Financiación para Fuerzas Militares Extranjeras”- de la Cuenta Central Antinarcóticos del Departamento de Defensa de los Estados Unidos.
La tarea que le aguarda a Duque no es fácil. La fragilidad de los acuerdos de Paz de La Habana alcanzados por el presidente Juan Manuel Santos –premio Nobel de la Paz 2016- y la cúpula de las ex Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) es manifiesta. Han sido puestos en tela de juicio en el primer discurso de Duque como presidente electo, al decir: “Esa paz que añoramos, que reclama cambios, tendrá correcciones para que las víctimas sean el centro del proceso para garantizar verdad, justicia y reparación”.
Afirmación que tuvo el efecto de una bomba en el seno del Comité Central del ahora Partido Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común (FARC) que, con inmediatez, reclamó prudencia y aclaraciones porque el país demanda “una paz integral, que nos conduzca a la esperada reconciliación (…) Burlar ese propósito no puede ser plan de gobierno”.
Los problemas colombianos son múltiples y complejos como los de todos los países de la región. Pese a las similitudes, contienen en su seno un virus implacable. La decisión de las FARC de reinsertarse en el sistema democrático generó un vacío político por llenar. Vacío que inició una nueva etapa en la prolongada historia de desencuentros armados que arrastra Colombia desde los tiempos de su independencia.
¿Se trata del embrión de una nueva guerra civil circunscripta, por ahora, a los límites del departamento Nariño, contiguo a la frontera del Ecuador? Sus protagonistas principales, que buscan apropiarse del área de mayor concentración de coca, pertenecen a columnas rebeldes de la antigua guerrilla (disconformes con los términos de los acuerdos de La Habana), cárteles del narcotráfico y una alianza entre grupos mafiosos de Perú y Ecuador.
El sembradío alcanza, sólo en los alrededores de la ciudad-puerto de Tumaco, 30 mil hectáreas de las 240 mil existentes, que hacen de Colombia una de las mayores potencias cocaleras del mundo.
“Orden y progreso”, al parecer, será el lema del nuevo presidente. Sus partidarios aseguran que impondrá, con mano dura, el orden dentro de los marcos de la democracia. Cuestión que consideran esencial para gobernar con eficacia, firmeza y ponderación, haciendo, como él afirma, “un corte de cuentas con el gobierno que sale (…) Marcando diferencias, preservando lo rescatable pero rectificando el rumbo de un país que se recibe bastante descuadernado en lo político, en lo institucional, en lo social y en lo económico. Honrando con lealtad los compromisos ideológicos y programáticos con sus electores, pero gobernando para todos los colombianos”. A diferencia de Santos –reflexiona Juan Lozano, columnista del diario El Tiempo-, Duque se identifica con la nueva derecha conservadora latinoamericana e intentará gobernar más cerca de la gente que de los partidos políticos. Gobernar más con los expertos, los buenos técnicos y los jóvenes descontaminados que con amigos y cuotas políticas.
“Y, a diferencia de Santos, no debe maltratar a su antecesor. Santos cometió muchos errores, pero también deja legados importantes (…) si Duque no maltrata al presidente saliente y a su gente, ello no debe entenderse como un gesto de debilidad por sectores extremos, sino como un acto de grandeza por toda la sociedad”, aconseja Lozano.
En la vereda de enfrente crecen las dudas. Es que el presidente electo no ha sido claro –aseguran- con respecto a la presencia de bases estadounidenses en su territorio y si Colombia denunciará el acuerdo por el que se transformó en miembro pleno de la OTAN.
Otra vez nos encontramos frente a una manifestación mágica de la izquierda latinoamericana. Descree y sueña con una realidad distinta. El camino de la utopía es vital pero Duque no ha dejado margen de duda. Con claridad afirma en todo momento que honrará el pasado y su legado. Como en estas latitudes desconocemos –y mucho- la historia de Colombia, resulta necesario hacer un recorrido a vuelo de pluma por los últimos cien años para saber de qué se trata.
Con rapidez se identifica una constante histórica. Desde que asumió la presidencia Marco Fidel Suárez, el 7 de agosto de 1918, la política exterior colombiana se alineó detrás de los intereses de la Casa Blanca.
Desde entonces –y de esto hace un siglo-, con muy pocas interrupciones, como en el gobierno de Gustavo Rojas Pinilla (1953-57) y en el período de Ernesto Samper (1994-98), Colombia actuó subordinada a las políticas expansionistas de EEUU limitando, de esa manera, su independencia y soberanía en sus relaciones internacionales.
Poco antes, perdía su provincia centroamericana, que se independizó como Panamá en 1903 por el interés de EEUU de construir el canal interoceánico. Acontecimiento que tuvo en Suárez –autor de la doctrina Respice Polum (Miremos al Polo)- un actor, un gestor fundamental a la hora de la ratificación del Tratado Thompson-Urrutia-, firmado en 1914.
Convenio por el cual –a manera de compensación- Colombia tenía el derecho de transportar tropas, buques y materiales de guerra sin pagar peaje por el Canal de Panamá; recibir la suma de 25 millones de dólares, como indemnización por la separación de Panamá; la fijación de límites fronterizos con Panamá de conformidad con lo indicado en la ley colombiana del 9 de junio de 1855 y la exoneración de todo impuesto y derecho a los productos agropecuarios y de la industria colombiana que pasen por el canal, así como el correo.
Pero la deuda era aún mayor. En un intento simbólico de saldarla, la Unión Panamericana eligió su capital –Bogotá- como sede de la reunión que amparó el nacimiento a la Organización de Estados Americanos (OEA), mientras en las calles estallaba el Bogotazo tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el político más lúcido que tuvo Colombia a lo largo del siglo XX.
La concreción del Frente Nacional, que gobernó por décadas el país, y el estado de guerra civil continuo fueron excusas suficientes para que sectores conservadores consoliden una alianza permanente con EEUU, y, ahogar todo intento de cambio, bajo la apariencia de la lucha contra el narcotráfico, aunque para ello fuese necesario dar cobertura parlamentaria a la Iniciativa Mérida y el Plan Colombia.
Iván Duque –que se erige en el nuevo líder conservador- será una pieza clave en el tablero geopolítico mundial. Refuerza la endeblez de la derecha latinoamericana que no ha podido consolidarse a pesar de haber generado la caída de los gobiernos legítimos de Honduras, Paraguay y Brasil, y contar con la menguada presencia de Macri que ve declinar su estrella en el campo internacional. “Éxitos” a los que suma el retorno de los colorados al centro del poder en Paraguay, la nueva presidencia de Sebastián Piñera y las novedades políticas que ofrece Lenin Moreno en Ecuador.
Y será, quizás, el nuevo alfil que promoverá que la región sea banco de prueba y base de lanzamiento de la Doctrina Trump de Seguridad Nacional, destinada a combatir -en los papeles- el terrorismo global.
Artificio retórico que pretende ocultar su principal objetivo: evitar la caída de Estados Unidos y el surgimiento de Oriente como actor principal en el juego estratégico planetario del siglo XXI.