Por Silverio E. Escudero
Los aniversarios que se celebran o conmemoran este año justifican revisar el acontecer del último siglo.
Cien años de avances y retrocesos en la historia del hombre, que le han permitido enfrentar nuevos escenarios políticos y cambios abruptos en su relación con la tecnología, la cibernética y la tecnotrónica, enunciada hace más de 20 años por Zbigniew Brzezinski, consejero de Seguridad Nacional del presidente Jimmy Carter y hombre clave de la Trilateral Commission.
El hombre de comienzos del siglo XX tenía un sueño por cumplir. Era la herencia, transformada en leyenda, de Dédalo e Ícaro, que pudieron escapar de su cautiverio en la isla de Creta.
Así perfecciono las máquinas de volar que le permitieron poner las plantas de sus pies sobre la Luna, explorar los confines mismos del sistema solar y discutir sobre la naturaleza de Plutón que, hasta hace poco tiempo, tenía la categoría de planeta y hoy, afirman algunos científicos, es apenas un planeta enano.
Celebramos aniversarios especiales. Córdoba prepara sus mejores galas para aplaudir el centenario de la Reforma Universitaria, a pesar de tener cierto tufillo a museo. Deberían hacerlo en las calles ante el avance presidencial que pretende ahogar las universidades y cancelar sus planes, programas y proyectos de investigación.
Por otro andarivel, plenos de nostalgia e indignación asoma el cincuentenario del Mayo Francés; de los asesinatos de Martín Luther King y Robert Kennedy; la Primavera de Praga y -en Vietnam- el ataque a la base norteamericana Khe San –una de las más prolongadas batallas de la historia- que da comienzo a la ofensiva del Tet, que significó el principio del fin de la pretensión norteamericana de apoderarse del sudeste asiático.
La Casa Blanca agregó, a la crisis humanitaria que vivía el mundo con el crecimiento exponencial del hambre y la pobreza, nuevos elementos a la tragedia. Escondió sus crímenes de guerra y trató de justificar el asesinato de centenares de civiles en Mi Lay. Operación que, planificada por el alto mando, fue ejecutada por el segundo teniente Williams Laws Calley –el chivo expiatorio- bajo la supervisión del capitán Ernest Medina al que, con extrema rapidez, el comando estadounidense trató de ocultar en un campamento del centro de África.
El presidente Richard Nixon, de triste memoria, indultó a los asesinos, hecho que fortaleció los movimientos pacifistas que ganarían las calles, esta vez, mostrando las imágenes más crueles de la guerra.
Ya no eran los nazis. Estados Unidos, el campeón de la democracia, era el criminal a juzgar.
El presidente trató de desentenderse de la cuestión. Mi Lay simbolizó la mayor derrota moral de la primera potencia occidental.
Las denuncias por crímenes de guerra se multiplicaron por cientos. En todas las ciudades y pueblos serían los estudiantes los que ocuparon los puestos de vanguardia. En tanto, el movimiento hippie encaraba otras formas de lucha a favor de la paz sin ofrecer resistencia al accionar criminal de las fuerzas de represión.
La resistencia civil brotó mucho antes de que desembarque el primer soldado en el sudeste asiático. Dio comienzo cuando la Liga de Resistentes a la Guerra creó un comité de acción en contra de la persecución de los budistas que encabezaba Ngo Dinh Diem, presidente de Vietnam del Sur.
Las calles de Saigón se vieron sacudidas por una ola de inmolaciones que dieron comienzo el 11 de junio de 1963, cuando se prendió fuego Tchi Quàng Düc, un monje budista de 73 años, cuya fotografía –merecedora del premio Pulitzer- causó horror y espanto alrededor del mundo.
Decíamos de la solidaridad resistente de los estudiantes. Los de Berkeley fueron los primeros; a ellos se sumó el resto de las universidades estadounidenses y la mayoría de las europeas. Latinoamérica –salvo México- estuvo ausente. Si bien no hay excusas posibles, razones de política domesticas o por desconocimiento, siempre Vietnam estuvo demasiado lejos de nuestra comprensión.
Los viejos historiadores solían decir que las guerras justas –si es que las hay- son las únicas que construyen su propio su cancionero. La última fue la Guerra Civil Española, en la que la República enfrentó -con denuedo y en soledad- una poderosa coalición conformada por la iglesia Católica, Hitler y Mussolini.
Bob Dylan –premio Nobel de Literatura 2016- fue uno de los primeros que le pondría letra y música a esta larga y compleja batalla por la paz. He aquí un fragmento –en castellano- de Blowin’ in the Wind (1963), una de las más famosas canciones, un himno, contra la guerra de Vietnam:
“Cuántos caminos debe recorrer un hombre, antes de que le llames ‘hombre’ / Cuántas veces deben volar las balas de cañón, antes de ser prohibidas para siempre /Cuántos años pueden vivir algunos, antes de que se les permita ser libres / Cuántas veces puede un hombre girar la cabeza y fingir que simplemente no lo ha visto / La respuesta, amigo mío, está flotando en el viento.”
El año 1963 fue muy complejo. David Miller, un obrero católico, decidió -el 15 de octubre- quemar su cartilla militar en lugar de pronunciar un discurso.
Ese acto, que tuvo repercusión mundial, con rapidez fue leído en la Casa Blanca y en el Congreso como un anuncio de tiempos tormentosos. Mucho más porque era la primera que alguien desobedecía en público una convocatoria de las fuerzas armadas tras haber promulgado una ley que establecía penas de prisión mayor -como la de los desertores- por destruir la cédula de notificación.
El 12 de mayo de 1964 doce jóvenes en Nueva York quemaron públicamente sus tarjetas de reclutamiento como forma de protestar contra la guerra, emulando a Miller. En agosto de ese año se produjo el incidente del golfo de Tonkín, que dió lugar a la Resolución del Golfo de Tonkin, ley aprobada por el Congreso de Estados Unidos en la cual se daba carta blanca al presidente para actuar contra Vietnam del Norte.
Los resistentes no creyeron tamaña patraña. El ataque fue una operación de falsa bandera pergeñado por los servicios secretos de Estados Unidos.
La resistencia crecía en las calles. Canadá abrió sus fronteras para proteger a los desertores.
La primera manifestación importante contra la guerra se produjo en Nueva York en diciembre de 1964, donde, a pesar de las inclemencias climáticas y las temperaturas bajo cero, más de mil quinientas personas marcharon convencidas de que ése era el camino. Sembraban la semilla de la rebelión y la resistencia.
Allí se escucharon los alegatos antibelicistas de Norman Thomas –ministro presbiteriano y seis veces candidato a presidente por el partido Socialista de América-; Philip Randolph –líder del movimiento obrero y del Movimiento por los Derechos Civiles en Estados Unidos-; y Abraham J. Muste -un clérigo también ligado a los trabajadores-. Integrante destacado del movimiento antibélico y luchador por la vigencia plena de los derechos civiles.
Ese mismo día 600 personas se manifestaron en San Francisco, encabezadas por Joan Báez. Así de pequeñas fueron las de Austin, Miami, Sacramento, Minneapolis, Filadelfia, Chicago, Washington, Boston y Cleveland. Ciudades claves a la hora de evaluar los resultados de diez años de lucha que tenían un norte: el mítico “Llamamiento a la consciencia americana”, que exigía el alto el fuego de inmediato y el fin de la intervención militar en Vietnam. Los “revoltosos” se inspiraban en la mejor tradición antibélica nacida en pleno siglo XIX y fortalecida en los años previos a la Primera Guerra Mundial, en un intento desesperado de parar la matanza.
Cuestionamiento que permitió a muchos preguntarse con Voltaire por qué “cada jefe de asesinos hace bendecir sus banderas e invocar solemnemente a Dios antes de lanzarse a exterminar a su prójimo.”