Por Alejandro Zeverin
En estos días, ante la Cámara 12ª del Crimen, se está juzgando a 56 policías, 12 oficiales y 44 suboficiales de la Policía de Córdoba por haber desobedecido órdenes de sus superiores en aquellos trágicos días 3 y 4 de diciembre de 2013.
El saldo del episodio fue un muerto, más de 200 heridos y un saqueo generalizado de comercios; la sensación de indefensión ciudadana fue absoluta en el literal sentido de la expresión.
La acusación contra los policías gira en torno a que eran los cabecillas del acuartelamiento y así la fiscalía trata de probar que cometieron los delitos de “incumplimiento de los deberes de funcionario público, desobediencia a la autoridad, aplicación indebida de los caudales públicos e incitación de cometer delitos”.
Narra la acusación que en el inter criminis, el amotinamiento policial tuvo como consecuencia un cese de la actividad preventiva. Que la ciudad quedó como “zona liberada” que permitió una catarata de hechos delictivos que empezaron y terminaron de consumarse. Se señaló que la no operatividad (la quita de colaboración de los móviles y de las redes de comunicaciones policiales) fueron acciones de inconmensurable falta de responsabilidad funcional.
El reclamo aludido en la madrugada de aquel día se inició con la totalidad de los policías del Comando de Acción Preventiva (CAP), el quite de colaboración en comunicaciones, el levantamiento del patrullaje y el acuartelamiento en una de sus bases. La ausencia de policías en las calles fue total en la ciudad, y se plegaron en casi toda la provincia con diferentes metodologías, aunados en un solo objetivo: arrancar una concesión al poder político, un aumento de sueldos -en lo sustancial-.
El momento elegido fue cuidadosamente planeado, ya que el titular del Ejecutivo José Manuel de la Sota, no estaba en Argentina, por lo que tuvo que regresar a las apuradas. También fue cuidadosamente elegido el instrumento civil autodenominado “negociadores”. Parecería que a la Justicia y a la clase política cordobesa íntegras no les interesa establecer la diferencia entre un autoacuartelamiento y un motín, porque se entraría en el cenagoso camino de reconocer que hubo en “golpe de Estado policial”.
En el año 1958, relacionado con la resistencia peronista, hubo una prolongada huelga; y la más grave sucedió en el año 1974, de triste recuerdo, que el argot popular llamó “el navarrazo” y que terminó con la destitución del gobierno constitucional de Obregón Cano/Atilio López.
En 1989 hubo 23 protestas policiales; en 1990 llegaron a 29. La provincia más golpeada fue Tucumán pero nunca tuvieron como consecuencia un episodio como el cordobés, con personas muertas, heridas y saqueos de forma simultanea. Siempre las huelgas policiales ocurrieron en momentos de tensión social, de hiperinflación, pero nunca -se reitera- se desarrollaron en simultáneo con muertes, heridos y saqueos.
La Policía de Córdoba, según su ley orgánica, es una institución civil armada; en lo social, desprestigiada en su tarea; y en retrospectiva desde la visión de una adecuada estructura de prevención, anacrónica en ella.
Está visto que el establishment no tiene el suficiente poder para imponer el orden y la ley, por su mal ejemplo en el uso y abuso en sus funciones, todo ante una sociedad disgregada que se desenvuelve a imagen y semejanza de quienes la mandan, lo que se agrava porque esa sociedad se informa en medios con más editorialistas que periodistas.
La historia política provincial enana en sus protagonistas -salvo honrosas excepciones- no demuestra vocación de crear cambios sustanciales, tanto en el ejercicio del poder como para administrar justicia o legislar, que impliquen un nuevo modelo social.
Los policías de Córdoba vienen sufriendo agresiones permanentes del sistema político reinante, el desconocimiento de su propia Ley Orgánica Nº 9728, porque mediante su reglamentación dispuso prohibiciones que la ley no hizo. Ha lesionando derechos consagrados en la Constitución Provincial, esto es una representación gremial como la tienen las policías de países altamente desarrollados: EEUU, España, Canadá, Inglaterra, Italia, y una veintena más. Pero éste no es el punto, aunque por esa vía a lo mejor se podría haber evitado la rebelión policial, al tener canales de diálogo.
Lo cierto es que el grave episodio tuvo una causa, la económica, que resultó detonante del conflicto, pero la consecuencia tuvo relevancia penal por haber sido un grave acto de atentado al orden democrático, y a esto hay que decirlo con todas las letras y sin miedo, porque no se construye democracia con cobardes ni con tribuneras declamaciones.
Nadie en Córdoba le pudo poner el cascabel a la serpiente, la institución policial no se encontraba subordinada al poder político y en aquel diciembre quedó muy clara la situación. No hubo 56 policías desobedientes sino casi 16.000 sediciosos, un mando unificado y una estructura de prensa y de negociación planeada.
Flaco favor le hizo la Justicia de acompañar o auxiliar al poder político para que su imagen no se viera deteriorada en un blanco sobre negro, en el que ni el entonces ministro de Gobierno, Oscar González -hoy presidente de la Unicameral-, ni la secretaria de Seguridad, Alejandra Monteoliva – hoy funcionaria del Ministerio de Seguridad de la Nación-, ni el jefe de Policía, César Eduardo Almada, hoy retirado, ejercían en su integridad: el poder conferido por el pueblo. De allí que se evitó que interviniera en el caso la Justicia federal, porque el episodio era de su competencia.
Ya en una cuestión similar ocurrida en el Chaco, la Sala IV de la Cámara Nacional de Casación Penal dictaminó la competencia federal en un caso de sedición que la Justicia provincial pretendía retener y la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en el “Caso Bonfatti” (en el que se investigaba un supuesto delito de sedición e instigación a cometer delitos) también ordenó que la investigación fuera llevada por la Justicia federal.
La causa que se tramita en los Tribunales de Córdoba, que hoy tendrá sentencia, es absolutamente nula, por más que el nomen jurídico con que se ha caratulado ha sido una sedición, tal como prescribe el Código Penal en su art. 229: “Serán reprimidos con prisión de uno a seis años, los que, sin rebelarse contra el gobierno nacional, armaren una provincia contra otra, se alzaren en armas para cambiar la Constitución local, deponer alguno de los poderes públicos de una provincia o territorio federal, arrancarle alguna medida o concesión o impedir, aunque sea temporalmente, el libre ejercicio de sus facultades legales o su formación o renovación en los términos y formas establecidas en la ley”. La incompetencia por la materia acarrea la nulidad de todo el proceso.
El crimen sin castigo genera impunidad y si las instituciones de la democracia, como los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, no asumen sus responsabilidades, nada indica que el episodio como en analizado no se vuelva a repetir, que, como hemos visto en el relato, ha sido uno más de tantos en la historia cordobesa y nacional.
(*) Abogado penalista, UNC. Máster en Criminología, Universidad de Barcelona