Por José Emilio Ortega y Santiago Martín Espósito *
Las normas jurídicas acusan el impacto. Y apelan al monstruo de Frankenstein, al célebre Pigmalion, al Golem de Praga o al robot de Karel Capek. Es el primer considerando de una resolución de una institución tan sobria, formal y burocrática como el Parlamento Europeo. Desde la antigüedad el hombre fantaseó con mejorar ciertas capacidades mediante la creación de artefactos que reflejaran automatismos.
Hefesto, el dios griego del fuego, había fabricado dos sirvientes de oro: hoy Amazon trabaja en desarrollar mucamos robots.
La ficción escrita -en la cual hoy los intentos regulatorios se apoyan, proponiendo ampliar y perfeccionar las leyes de robótica de Isaac Asimov, escritas en un cuento de 1942- llevada a la pantalla narra la robótica y la inteligencia artificial desde diversas miradas, en general distopías en las que creaciones malignas y perdurables lo pueden todo o casi todo.
La IA (inteligencia artificial) está presente en incontables actividades cotidianas. Para 2018, 75% de los equipos que se desarrollen incluirán la funcionalidad de IA en una o más aplicaciones.
Hoy existen completos asistentes de voz como Siri, Google Now o Cortana (Apple, Google y Microsoft, respectivamente); actualización del estado del tránsito en tiempo real de Waze; vehículos autónomos de Tesla o Waymo; sistemas quirúrgicos como el “Da Vinci” en medicina; drones para múltiples opciones y hasta el traductor de Google, cada vez más pulido para sacarnos de un apuro.
Los abogados tenemos “Ross”, creado por IBM, colega robot que ofrece soluciones de casos judiciales, argumentando en lenguaje humano sobre legislación, doctrina y jurisprudencia.
Los algoritmos y sistemas automatizados toman decisiones en nombre de las personas; es necesario cuantificar, ponderar y regular su impacto.
La era del ciudadano-consumidor -en tránsito de sociedad líquida a gaseosa- muta a la de ciudadano-algoritmo. El best seller del historiador israelí Yuval Noah Harari alumbra una sociedad determinada por el “dataísmo”, cuya concepción del universo radica en flujos de datos, en la cual el valor de cualquier fenómeno o entidad está determinado por su contribución al procesamiento de información.
El filósofo surcoreano -de moda entre intelectuales- Byung-Chul Han es aún más pesimista. Indica que el big data y los algoritmos conducen a un autoconocimiento mediante los números.
La posibilidad de predecir y su posterior control contrasta con la apertura incierta hacia el futuro, que es la característica propia de la libertad de acción, lo que contrapone a lo específicamente humano: no lo estadísticamente probable sino lo improbable. Han señala apocalípticamente que el hombre ya no es soberano de sí mismo sino que es resultado de una operación algorítmica que lo domina sin que lo perciba.
Es dable preguntarse por la tensión entre la eficacia de soluciones aparentemente objetivas logradas por el robot versus desempeños humanos, en campos donde el desprestigio social por la subjetividad, mediocridad o venalidad de los responsables está a la orden del día.
Recientemente, un robot logró un respetable tercer puesto en elecciones celebradas en una alcaldía en un distrito de Tokio. En numerosas disciplinas, el apoyo tecnológico pronto será cooperación profunda o intervención sustancial, demandada incluso por la comunidad.
Si en los hechos la ficción ya trasunta en realidad, en campos más abstractos el debate pasó del sector académico al institucional.
El Parlamento Europeo aprobó en 2017 una resolución para que la Comisión Europea empiece a analizar leyes sobre robótica; normas no sólo destinadas a estandarizar patrones industriales sino a particularmente enfocadas en regular la interacción entre seres humanos y robots; sopesando las cuestiones éticas, jurídicas y sociales implicadas.
Corea del Sur y Japón, que junto a Singapur son los países con mayor cantidad de robots por número de trabajadores, cuentan con legislación sobre robótica, interacción humana e impacto social. La regulación abarca desde sistemas integrados hasta la IA más avanzada, en el que un robot tiene la capacidad de decidir y moverse de forma voluntaria. Las normas dejan clara la necesidad de regular la convivencia entre robots y humanos.
El Parlamento Europeo alude a una nueva era, que afecta todos los estratos de la sociedad, justificando la intervención institucional, jurídica y ética sobre la IA.
Señala, como punto más importante, evaluar la necesidad de crear a largo plazo una personalidad jurídica específica (electrónica) para los robots, cuando puedan tomar decisiones autónomas inteligentes o interactuar con terceros de forma independiente.
Big data, Internet de las Cosas e IA transforman la cultura de comunicación entre seres humanos e intervienen simultáneamente en los espacios público y privado, diluyendo la frontera entre éstos. Internet integró las personas a la red y ahora lo hace con los objetos.
La interacción con el derecho y sus consecuencias jurídicas -responsabilidad, privacidad, seguridad, impacto económico-social, planteos éticos, entre otros- genera la compleja exigencia de consensuar un camino homogéneo.
La regulación, en especial a partir del reciente escándalo de Facebook y Cambridge Analytica, encuentra respaldo institucional pero se requiere una conciencia colectiva que comprenda que normas transparentes predisponen un incentivo al desarrollo de este sector del mercado con mejores prestaciones para la comunidad.
No hay que caer en la falsa dicotomía entre tecnología y derecho; por el contrario, es necesario retomar literatura y combinar robótica, legislación, ética, globalidad y prospectiva sobre políticas públicas.
(*) Profesores de la UNC