Por María Teresa Bosio
Los sectores antiderechos presumen estar “a favor de la vida”. Cuando lo hacen, parecen dejar a las mujeres en un lugar difuso. Como si nuestra vida, nuestras decisiones, nuestros derechos estuvieran inexorablemente subordinados a este mandato de la maternidad más allá de toda circunstancia.
La vida no es sólo el desarrollo de células que se van multiplicando. Implica también poder gozar de una “calidad de vida” y la responsabilidad de acompañar esa “vida” desde un deseo subjetivo y material por parte de las mujeres, de personalizarla y darle entidad. Quienes deciden interrumpir un embarazo lo hacen claramente condicionadas a momentos y necesidades percibidas. Muchos son los factores que inciden en esto: una determinada situación económica, encontrarse en un contexto de violencia, la delimitación de un proyecto de vida diferente, sentir que no se quiere, no se puede o no se desea ser madre. La maternidad no tiene por qué responder a un determinismo biológico, una fatalidad que si o si nos obliga a las personas con capacidad de gestar.
La prohibición legal o religiosa del aborto no es efectiva a la hora de disminuir o impedir a las mujeres la interrupción de un embarazo no deseado. Más bien, el único resultado de esta criminalización, es el de poner en riesgo la salud y la vida de las mujeres. Según datos oficiales del Ministerio de Salud, en 2016 ocurrieron 46 muertes por aborto en Argentina. Sabemos que esas muertes son evitables y así lo han considerado diversos países en donde el aborto legal.
La existencia de políticas públicas de salud integrales y el compromiso del Estado de acompañar a las mujeres cuando deciden no ser madres ha logrado disminuir la mortalidad materna a cero, como en el caso de Uruguay.
En Argentina, conocemos la tremenda inequidad oculta tras las cifras: 76% de estas mujeres muere en hospitales públicos, no acceden a la salud privada. En Formosa, la mortalidad materna es de 12,3 cada 10.000 nacimientos; en la Capital Federal, 1,5. Estos indicadores muestran la vulnerabilidad de las mujeres pobres a la hora de poder decidir.
En nuestro país, el aborto es legal desde el año 1921 en el marco de artículo 86 del Código Penal por dos causales: cuando el embarazo pone en riesgo la vida o la salud y cuando éste es producto de una violación. Aun así, es muy difícil para las mujeres acceder a este derecho en el marco del sistema de salud pública al que acuden, fundamentalmente, las más humildes. Estos obstáculos adquieren una dimensión material y simbólica doblemente agravada, al no permitir el acceso efectivo a una práctica segura acompañada por profesionales calificados, estigmatizando a las mujeres, culpándolas en el marco de un sentido común persistente que tiene como eje central la idea de la maternidad obligatoria.
Las influencias de los actores religiosos es clave en este sentido. En la provincia de Córdoba, por ejemplo, un amparo presentado hace seis años (2012) por la organización Portal de Belén mantiene suspendido el protocolo para el efectivo acceso a este derecho en la causal violación, dejando a las mujeres en completa desprotección. El Tribunal Superior de Justicia aún no se ha expedido sobre este tema, a pesar de la intervención de múltiples actores que se han manifestado en la causa como “amigos del tribunal” a favor de la vida de las mujeres cordobesas.
¿Por qué se nos ponen tantos obstáculos? ¿Por qué algunos sectores del campo del derecho y de la salud pretenden tutelar e imponer sus creencias y prácticas morales sobre los cuerpos y decisiones de las mujeres? Diversos actores presentes en el debate público parten desde posiciones que combinan el mandato de una sexualidad heteronormativa con creencias morales de raigambre religiosa para hacer de ésa la única mirada posible.
La religión católica ha jugado un rol fundamental en este camino, sosteniendo un sentido común punitorio sobre las mujeres que deciden sobre su cuerpo y reproducción. Uno de los mayores efectos de la religión no es detener los abortos sino crear problemas de conciencia. Este estigma intenta generar una dimensión simbólica fundamental: la culpa en la conciencia de las mujeres que abortan, la suposición de que la interrupción de un embarazo implica necesariamente estar en contra de la vida humana. Tal posición constituye una negación a los derechos de ciudadanía, a la capacidad para tomar decisiones en libertad de conciencia. No es más que una forma de imponer un modelo de mujer que sólo es reconocido en sus posibilidades reproducir la vida humana.
Insertos en diversas esferas del Estado, estos actores producen procesos de obstaculización de derechos.
La objeción de conciencia es uno de los argumentos más utilizados, especialmente en el campo de la medicina para negarse a realizar intervenciones o brindar asistencia desde posiciones morales. Esto va en contra de la definición central de Estado laico, presente en nuestra Constitución y viola tratados y convenciones internacionales tales como el de El Cairo y la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (Cedaw, por sus siglas en inglés), que el propio Estado ha suscripto.
Los feminismos en Argentina han construido una disputa con ese conservadurismo moral, que apunta a los derechos sexuales y (no) reproductivos, poniendo en evidencia la compleja imbricación entre lo religioso y lo secular cuando denuncian las formas en que el derecho regula la sexualidad y la reproducción desde esta perspectiva moral.
Esta disputa tiene su centro en los Encuentros Nacionales de Mujeres, surgidos en el año 1986, generando un movimiento que discute, reflexiona y se posiciona cada vez con más fuerza involucrando a colectivos diversos. Es a partir de allí que en el año 2005, en la ciudad de Rosario, surgió la necesidad de crear la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito. A ella se sumaron y adhirieron más de 300 organizaciones sociales, sindicales.
Su lema “Educación sexual para Decidir, Anticonceptivos para no Abortar y Aborto Legal para no Morir”, se relaciona a la importancia de pensar los derechos sexuales y reproductivos de manera integral y de la necesidad de demandar al Estado políticas que prevengan los embarazos no deseados y, si estos suceden, brindar acceso al aborto seguro en el sistema de salud público para todas las personas con capacidad de gestar.
El derecho al aborto es una deuda de la democracia con las mujeres, una lucha que desafía al patriarcado. Que las mujeres puedan decidir sobre su cuerpo y sus proyectos de vida, no siempre ligados a la maternidad, resulta un tema polémico. En este sentido, Rita Segato (antropóloga y feminista) ha manifestado que negar el aborto por parte del Estado es como una “violación”, supone imponer un estado que la mujer no desea.
Para nosotras, salirnos de ese lugar de atribuciones y exigencias, retirar nuestra sexualidad al servicio de la reproducción es una batalla que contribuye a mover todas las estructuras de la sociedad.
(*) Magíster. Presidente de Católicaspor el Derecho a Decidir Argentina
Excelente!