Por Ricardo del Barco
La cultura de la muerte como diametralmente opuesta al derecho a la fraternidad
La suerte de mi hermano es mi propia suerte. En el relato bíblico, el texto del génesis plantea el fratricidio de Caín. Allí encontramos que, ante la pregunta formulada a Caín -”¿dónde está tu hermano?”- se abre la cuestión fundamental de una sociedad: “¿soy el responsable o no de la suerte de los otros?”. La respuesta de Caín está en la base del egoísmo individualista: “¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?”.
Si, por el contrario, me considero responsable de la suerte de mi hermano, apuesto a una sociedad que se funda en la libertad solidaria. En los términos que vengo utilizando, la respuesta de Caín se condice con la llamada cultura de la muerte, que es lo opuesto a la cultura de la vida.
Cuando, por el contrario, me conduele la situación del otro, de manera especial, la del indefenso, (porque no ha nacido) o porque no tiene fuerzas para defenderse por sí mismo, por la enfermedad, la vejez o la carencia extrema.
En una palabra, cuando se considera que la vida más débil -o la “más miserable”, en términos de la lógica del mercado y la eficiencia- sea la más valiosa, para la preservación de todos los derechos de todos, se apuesta a la cultura de la vida y ésta implica una solidaridad fraterna.
No es extraño entonces, que en el comienzo de la Declaración de los Derechos Humanos se diga que todos los hombres deben comportarse fraternalmente. “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. (Art. 1º)
Si, en consecuencia, considero que “todo hombre es mi hermano”, los derechos humanos fundamentales estarán garantizados.
El derecho a la vida no es una cuestión solamente de índole religiosa
En nuestra sociedad, a pesar de las sombras de la denominada cultura de la muerte, se está desarrollando una conciencia más lúcida acerca de la importancia de la protección de la vida frente a las amenazas del aborto y de la eutanasia.
Al propio tiempo que se advierte que no es una cuestión solamente de índole religiosa y que sólo obligue en conciencia a aquellos que practican determinada religión.
La vida como valor inviolable y su protección desde la concepción es una cuestión fundamental en la defensa de los derechos humanos.
Quiero recordar aquí dos gestos valientes de personalidades políticas que no pueden considerarse movidas por una afiliación religiosa y que no tuvieron miedo de proclamar lo que acabo de señalar. Me refiero al caso del presidente uruguayo Tabaré Vázquez y al notable cientista político y senador vitalicio italiano Norberto Bobbio.
El primero dijo en su veto a la ley sancionada por el parlamento uruguayo que legalizaba el aborto: “Hay consenso de que el aborto es un mal social que hay que evitar. Sin embargo, en los países en que se ha liberalizado el aborto, éstos han aumentado. En los Estados Unidos, en los primeros diez años se triplicó y la cifra se mantiene, la costumbre se instaló.
Lo mismo sucedió en España. La legislación no puede desconocer la realidad de la existencia de vida humana en su etapa de gestación, tal como de manera evidente lo revela la ciencia.
La biología ha evolucionado mucho. Descubrimientos revolucionarios, como la fecundación in vitro y el ADN con la secuenciación del genoma humano dejan evidencia de que desde el momento de la concepción hay allí una vida humana nueva, un nuevo ser.
Tanto es así que en los modernos sistemas jurídicos, incluido el nuestro, el ADN se ha transformado en prueba reina para determinar la identidad de la personas, independientes de edad e, incluso, en hipótesis de devastación, o sea, cuando prácticamente ya no queda nada del ser humano, aún luego de mucho tiempo.
El verdadero grado de civilización de una nación se mide en cómo se protege a los más necesitados. Por eso se debe proteger a los más débiles.
Porque el criterio no es ya el valor del sujeto en función de los afectos que suscita en los demás, o de la utilidad que presta sino el valor que resulta de su mera existencia (….).
El proyecto, además, califica erróneamente, y de manera forzada, contra el sentido común, aborto como acto médico, desconociendo declaraciones internacionales, como las de Helsinki y Tokio, que han sido asumidas en el ámbito del Mercosur, que vienen siendo objeto de internalización expresa en nuestro país desde 1996 y que son reflejos de los principios de la medicina hipocrática que caracterizan al medico por actuar a favor de la vida y de la integridad física”. (Texto del veto del 14 de noviembre del 2008)
Por su parte, Bobbio dijo: “He hablado de tres derechos. El primero, el del concebido, es el fundamental; los otros, el de la mujer y el de la sociedad, son derechos derivados. Por otro lado, y para mí este es el punto central, el derecho de la mujer y el de la sociedad, que suelen esgrimirse para justificar el aborto, pueden ser satisfechos sin necesidad de recurrir al aborto, evitando la concepción.
Pero una vez que hay concepción, el derecho del concebido sólo puede ser satisfecho dejándole nacer”.
Y a continuación dirá: “El hecho de que el aborto esté extendido es un argumento debilísimo desde el punto de vista jurídico y moral. Me sorprende que se adopte con tanta frecuencia. Los hombres son como son, pero precisamente por eso existen la moral y el derecho.
El robo de automóviles, por ejemplo, está muy extendido y es algo ya casi impune, pero ¿eso legitima el robo?
Dice también Stuart Mill: ‘Sobre sí mismo, sobre su mente y sobre su cuerpo, el individuo es soberano’. Ahora las feministas dicen: ‘Mi cuerpo es mío y lo gestiono yo’. Parecería una perfecta aplicación de este principio. Pero yo digo que aplicar ese razonamiento al aborto es aberrante.
El individuo es uno, singular, pero en el caso del aborto hay un ‘otro’ en el cuerpo de la mujer. El suicida dispone de su propia vida. Con el aborto se dispone de una vida ajena”.
Y a la pregunta: “Toda su larga actividad, profesor Bobbio, sus libros, sus enseñanzas, son el testimonio de un espíritu firmemente laico. ¿Imagina cuál será la sorpresa en el mundo laico por estas declaraciones suyas?”, contesta: “No veo qué sorpresa puede haber en el hecho de que un laico considere como válido en sentido absoluto, como un imperativo categórico, el ‘no matarás’. Y al mismo tiempo me sorprende que los laicos dejen a los creyentes el privilegio y el honor de afirmar que no se debe matar”.
Eugenesia y derecho a la vida
Otra manifestación significativa de la cultura de la muerte es la eugenesia. Ésta es “la reproducción planificada y sistemática de los seres humanos de forma tal que se reproduzcan los que son “superiores” y que no lo hagan o se eliminen los “inferiores”. Adviértase que la definición de superioridad e inferioridad de la eugenesia queda en manos de los que precisamente fomentan esta “cultura” de la muerte.
En mi opinión, en el año 1922, ocurrió un hecho importantísimo que contribuyó sobremanera a la formación de la actual “cultura” de la muerte. Lamentablemente, pienso que a este hecho no se le ha dado la debida importancia.
Me refiero a la publicación, en Alemania, del libro titulado Die Freigabe der Vernichtung Lebensunwerten Lebens (“La exoneración de la destrucción de la vida carente de valor”), del psiquiatra Alfred Hoche y del jurista Karl Binding.
La idea de que existen personas cuyas vidas “carecen de valor” -por causa de enfermedad, limitaciones físicas o mentales, sufrimiento, vejez, etcétera- influyó en los programas eutanásicos y de eliminación de los judíos y de otras personas por parte de los nazis.
Obsérvese que hemos dicho que la idea de que la vida de algunos seres humanos carece de valor influyó en los programas de los nazis y no al revés. Las ideas tienen consecuencias. Y las malas ideas tienen consecuencias funestísimas.
Estos intelectuales alemanes, personas en posiciones de poder, definieron quiénes merecían vivir y quiénes no. Luego, otros se encargaron de llevar su diabólica mentalidad a la práctica. Lo mismo está sucediendo hoy.
* Doctor en Derecho y Ciencias Sociales. Profesor de Derecho Político en las Universidad Nacional de Córdoba. Profesor de Ciencia Política en la Universiad Nacional de La Rioja y en la Católica de Santiago del Estero