Por Carlos Ighina (*)
Deodoro Roca es considerado el numen ideológico del movimiento de trascendencia latinoamericana conocido como Reforma Universitaria. Indudablemente no estaba solo; un núcleo de jóvenes egresados de pensamientos brillantes y el entusiasmo pleno de lucidez de los dirigentes estudiantiles lo acompañaban en la lumbre de sus propuestas.
La vida de Deodoro tuvo, tal vez, muy poca privacidad; fue, en cambio,una representación de pertenencia colectiva. Cada uno de sus gestos y sus actos fueron seguidos, más que con curiosidad, en la esperanza de un solaz con los derivados de una mente creativa, emocional y solidaria.
Desde mediados de 1941 hasta junio de 1942, transcurrió el tramo final de su existencia inteligente.
Horacio Sanguinetti relata que, un sábado de aquel año 1941, Deodoro salió de recorrida, acompañado de su hijo Marcelo, por las librerías del centro de la ciudad, las de los expertos libreros de aquellos días, que conocían al dedillo los gustos y las aficiones de sus clientes, cuando se encontró, en una de esas veredas, con Adelmo Montenegro, a la sazón un joven treintañero, amigo de las evoluciones de un pensamiento a la vez fecundo y racional. Los tres continuaron el programado raid en busca de novedades y también de esas joyitas antañonas que sabían guardarse debajo del mostrador.
Nos dice Sanguinetti que en uno de esos apetecidos repositorios, Deodoro sufrió un vahído que obligó a su inmediato auxilio. Lo condujeron a “La Cosechera”, el frecuentado bar y confitería que se hallaba en las cercanías, y allí lo ayudaron a reponerse. “La Cosechera” estaba en el ángulo suroeste de San Martín y 9 de Julio. Calificado como centro de reunión y “usina de rumores”, donde se pulsaba y palpitaba el latir diario de la ciudad, era, además de ello, un foro predilecto para la expresión y comunicación de heterogéneas inquietudes.
La posterior y necesaria revisión médica no fue halagüeña. Su laborioso hígado se presentaba claudicante y de allí en más, los amigos y familiares comenzaron vivir en ascuas. A fines de mayo, Deodoro entró en coma y su rico pensamiento se hundió en un letargo sin retorno.
Los doctores Aquiles Villalba, profesor de Higiene en la Facultad de Medicina, varias veces presidente del Club Universitario, y Jorge Orgaz, que sería rector de la Universidad Nacional de Córdoba, eran sus médicos de cabecera, pero todo el Servicio de Clínica Médica del Hospital Nacional de Clínicas estaba atento a las alternativas de la salud de aquel príncipe del pensamiento de la época.
Las hermanas acercaron un sacerdote a su lecho, a fin de que éste le administrase la extremaunción, sacramento que Roca recibió en estado de inconsciencia; era el 22 de mayo. Recién recuperaría destellos de lucidez en las proximidades de la muerte, como para despedirse del mundo exhibiendo la integridad psicofísica de su condición romántica, ostentando la postrera entereza de un gladiador. Era el 7 de junio de 1942, Día del Periodista, que se venía celebrando desde 1938, en oportunidad de reunirse en Córdoba el Primer Congreso Nacional de Periodistas.
Cuando Los Principios lo quiso presentar como entregando su alma según la piedad del arrepentido, Enrique Barros, reaccionó con énfasis, proclamando: “Roca era cristiano, pero para él la religión católica era la negación de la doctrina de Cristo”. Allá él y su alma, dirían los viejos, interpretando el destino personal del misterio de cada uno.
Hubo quienes quisieron encontrar un símbolo en la fecha de su muerte, pero podríamos decir que Deodoro no era un periodista propiamente dicho. Tenía, sí, el don y el dominio de la palabra, más un escritor o un orador no son necesariamente un periodista. Le faltaba la aplicación del periodista, su sistemática.
Era como una abeja de sensible instinto capaz de libar en las mejores flores, hacer de cada una de sus evoluciones un canto, pero no era su espacio la estrechez de la colmena, la fajina a menudo abrumadora de las redacciones.
Sin embargo, podía brillar, llenando páginas que iluminaban como potentes luces de bengala, pero que acababan perdiéndose en el hueco siempre presente de la voracidad de la oscuridad. Le faltaba la constancia del periodista, el compromiso con el papel y con la tinta. No obstante, escribir, opinar, contender, proponer y polemizar eran parte de la luminosidad de su talento.
Deodoro era como un ser radiante que aparecía y desaparecía, dejando su impronta distintiva en la alba textura de las hojas absorbentes del papel de los diarios.
Sanguinetti lo calificó como “caótico periodista gigante”. En realidad, la pluma de Deodoro se leyó en casi todos los periódicos de edición cordobesa de su tiempo, que supieron de su presencia de temple alto; y en el orden nacional, tuvo su espacio en el “Crítica” de Botana.
Claro que abordó el intento de publicar pliegues de su propio sello editorial, como “Flecha”, que apareció entre 1935 y 1936, donde promocionó su pensamiento, seguido atentamente en distintos ambientes políticos del país; y “Las Comunas”, con sólo cuatro tiradas, publicación de tendencia ecologista y patrimonialista, de la cual formaba parte del Consejo Directivo.
Lisandro de la Torre, tildándolo en su quehacer de comunicador, lo presentó como “un combatiente avanzado y romántico”; pero, convengamos con Sanguinetti, que la prensa fue para él, por sobre todo, el vehículo de sus ideas.
Ese 7 de junio, precisamente, festejando el Día del Periodista, se hallaban muchos de los escribas de los diarios de Córdoba, quienes conformaban una animosa camaradería, manifestada no sólo en fechas como la que los reunía, sino en jornadas muy frecuentes, al finalizar las labores de cada noche, momentos de disfrute de la palabra y del ingenio, de las cuales Deodoro solía participar.
Azor Grimaut nos ubica en el restaurante Pagani, de don Juan Pagani. Allí estaban, entre otros, Adolfo Pizarro, Manuel F. Herrera y Azor Grimaut, de La Voz del Interior; Maza y Muriel, del Córdoba; Gómez De Negri, de Comercio y Justicia; Aramís Funes del Círculo de la Prensa, para mencionar sólo a los que se agolpaban en torno a una de las cabeceras, sin olvidar a otros que estaban sentados un tanto más allá, como Ernesto Barabraham, Luis Reinaudi (p) y Ramón Antón, corresponsal de La Prensa.
Se “alacraneaba” –dice don Azor- cuando casi al final de la cena, Manuel Herrera es llamado por teléfono, retornando “muy afligido para decirme que había muerto Deodoro Roca”. Serían apenas pasadas las 23.00 y Grimaut se levanta para transmitir telefónicamente la noticia a Severo Alvar Díaz, corresponsal de La Nación. Al volver, luego de un breve diálogo entre colegas, el mismo Azor hace sonar las manos y cede la palabra a Herrera, quien se pone de pie y con voz acongojada exclama para todos:
“Aun cuando es demasiado triste, lo que voy a expresar, me parece que corresponde. Acaba de morir un hombre ¡Deodoro Roca! Pido que nos pongamos de pie en su homenaje”.
La verticalidad unánime honra entonces al silencio absoluto, que excede largamente al minuto. Herrerita, como se lo llamaba afectuosamente al querido redactor del matutino de los Remonda, sobreviviría a Deodoro por 22 años más y, en 1965, una comisión de amigos, con la tesorería de don Jacobo Feldman, le ofrendaría un monumento fúnebre, con su busto en bronce, obra del escultor Tomás Fresneda.
Ramón Antón invitó a Grimaut para que lo acompañara en su automóvil y tomaron rumbo a la vieja casona de Rivera Indarte 544. Al llegar, el estacionamiento de los coches cubría con creces la cuadra, debiendo aparcar en la esquina con La Tablada.
(*) Abogado-notario. Historiador urbano-costumbrista. Premio Jerónimo Luis de Cabrera