Por Edmundo Aníbal Heredia (*)
Londres es la capital de Inglaterra, del Reino Unido, del Imperio Británico y el centro de irradiación de la Commonwealth.
Como imperio se ha apoderado de enclaves en América, como Belice y las Islas Malvinas. Está a orillas del río Támesis, que divide a la ciudad en norte y sur, y ostenta un famoso puente con una gran torre coronada por un reloj, que -como buen dictador- marca la hora que deben tener todos los otros meridianos del mundo.
Tiene también soberbios palacios y museos que exhiben joyas de arte obtenidas en sus incursiones por todo el orbe. Tiene hermosos parques, y fuentes, y otras maravillas que le dan brillo inigualable. Es la mayor ciudad de toda la Europa, y le disputa a Nueva York la primacía de ser el centro financiero de todo el Occidente. Su área metropolitana ronda catorce millones de habitantes. Naturalmente, con justicia ha sido declarada Patrimonio de la Humanidad.
No sé para qué digo todo esto, si ya todos lo saben y cientos de miles de viajeros ya han estado en esa hermosa y poderosa ciudad. Siento que me dejé llevar por cierto inevitable impulso que me viene de mi vieja formación estudiantil. Perdón.
Yo, en verdad, quería hablar de otra Londres, mucho menos conocida por la gente. Es la que está en Argentina, en la provincia de Catamarca, cerca de Belén. A pesar de su pequeñez también está dividida en dos partes, sin necesidad de que medie un Támesis. En efecto, el río Hondo la divide en “la de arriba” y “la de abajo” y hay que reconocer que sus aguas han inspirado mucho menos la imaginación de novelistas, poetas y dramaturgos que su par inglés. De todos modos, cada parte tiene su iglesia y su plaza.
Esta Londres catamarqueña fue fundada en 1558 por un español de Córdoba La Vieja, llamado Juan Pérez de Zurita, que la llamó Londres de la Nueva Inglaterra. Con el tiempo, sus habitantes se olvidaron del apéndice del nombre, quizá de intento y por presentimiento de lo que ocurriría luego, y le quedó solamente Londres.
Zurita le dio ese nombre como homenaje a Su Majestad (la suya), porque se enteró que su rey se había casado con una princesa inglesa con motivo de las paces que España e Inglaterra habían firmado por entonces, luego de una de las cruentas guerras con que toda la Europa marcaba sus tiempos. En consecuencia, con este matrimonio estaban festejando allá la guerra que habían protagonizado en el campo de batalla, lo que era ya una costumbre entre los europeos, que asociaban los despliegues de las armas con los menos cruentos himeneos. Seguramente don Zurita se habrá sentido complacido de que su conquista fundacional se constituyese así en un legítimo presente de bodas en ocasión del casamiento real.
No se sabe si este Zurita sabía leer y escribir, porque muchos conquistadores y adelantados carecían de este saber –para eso traían un escribano, que sí sabía-, pero seguramente nunca imaginó que con esta fundación y esta nominación estaba inaugurando y anticipándose por siglos al increíble realismo mágico en el que se asocian dos mundos tan disímiles y opuestos, pero con el mismo nombre, superando así la genial fantasía de literatos futuros.
La “londrecita” tiene hoy unos 2.500 habitantes, son criollos de pura cepa y por sus rostros y tradiciones es evidente que son descendientes de aquellos que poblaban los valles calchaquíes cuando los conquistadores arribaron y que entonces se mezclaron con los recién llegados.
Llevan una vida sencilla y tienen sus propios hábitos y rutinas, que se remontan a siglos; no necesitan que se les diga desde tan lejos cuál es su meridiano horario, ellos saben bien cuál es la hora del mate, la hora del rezo, la hora de ir a recoger las nueces.
Después de recorrer lentamente el pueblo me senté a descansar a la sombra de un árbol generoso, al frente de una antigua casa de la que oí un leve crujido, y en ese momento vi que se entreabría una ventana y que era observado por alguien. Unos minutos después apareció en la puerta un señor, poco menos antiguo que la casa, de traje negro y sombrero de ala corta, de apariencia urbana, muy tieso y solemne, y se detuvo así largo tiempo en la vereda. Me dio la impresión de que tenía la intención de dejar testimonio ante mí de su señorío y prestancia, quizá de vieja raigambre española. O quizá este señor creyó que yo era inglés, su vecino lejano, y por eso quería presentarse de la mejor de sus maneras.
De todos modos, era el resultado de una simbiosis cultural, más bien una mezcla, que él no había creado sino que de algún modo era su producto, en la que había un poco de caballero calchaquí, otro poco de gentleman hispano, y sobre todo alguien imbuido de un legítimo orgullo de ser un ciudadano argentino.
Pero en rigor yo quería hablar de otro lugar que está cerca de esta pequeña Londres, y que sus fundadores anónimos llamaron El Shincal.
Según los cánones de aquellos primeros pobladores, El Shincal fue una verdadera ciudad emplazada en las asperezas y escaseces de los valles calchaquíes, algo así como el apéndice meridional del Imperio Inca. La ciudad hoy está en ruinas por efecto de la conquista española; más probablemente su estado ruinoso y abandonado responda a las mismas razones que Machu Picchu, “la ciudad de la última esperanza”, como la llamó pensando en su Guernica el vasco Juan Larrea, quien se arraigó en Córdoba para salvarse de la furia franquista.
Retornemos a la historia más lejana aunque no menos trágica. Zurita conoció El Shincal de entonces y consideró que era buen sitio para fundar una ciudad en sus cercanías, porque los indígenas que la habían fundado y entonces la habitaban podrían ser buena mano de obra para sus planes de colonización, como que hoy los arqueólogos muestran que eran buenos agricultores, buenos artesanos, buenos alfareros.
Calculan los estudiosos que este emplazamiento urbano llegó a tener unos 800 habitantes estables, pero que habría muchos más pobladores en sus alrededores, todos los cuales vivían relacionados entre sí y acudían a la ciudad para ceremonias rituales, festivas o de intercambio de recursos, tanto como para la vida cotidiana.
Hoy es una osadía, pero quizá –ojalá- mañana deje de serlo, proponer que El Shincal esté en la lista para dirimir el título de madre de ciudades de Argentina. Los estudios científicos han datado la presencia humana allí cuando menos en 1470, casi un siglo antes de la irrupción de Zurita. El Shincal conserva todavía una pirámide ceremonial, una gran escalinata de cientos de peldaños por las que se sube al cerro cercano, numerosos recintos de piedra cuyas diversas y definidas funciones han sido estudiadas y sometidas a hipótesis por los arqueólogos.
Tiene también una plaza en el centro, donde fue descuartizado el cacique Chelemín porque osó rebelarse contra la dominación del español, lo que muestra que también hubo un Tupac Amaru en suelo argentino y que también aquí los conquistadores hicieron gala de una crueldad inusitada.
Sus habitantes eran hábiles en fabricar sus utensilios domésticos y sus objetos de culto, en tejer sus vestidos, en construir sus casas de piedra; conocían el oro, la plata, el cobre y el bronce. Creo que sería justo que se la declarara patrimonio de los argentinos. Con eso es suficiente.
He conocido la sencilla y humilde Londres argentina y El Shincal incaico y calchaquí que motivó su origen, y siento orgullo por ello. No sé si algún argentino que ha conocido la Londres poderosa se sentirá en falta porque aún no conoce esta otra Londres y sobre todo su vecina Shincal, aunque es probable que haya pasado a su lado al transitar la ruta 40, quizá también sin saber que allí también esa vía cruza el Camino del Inca.
Pero aún está a tiempo, El Shincal lo espera.
(*) Doctor en Historia. Miembro de número de la Junta Provincial de Historia de Córdoba.