sábado 23, noviembre 2024
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Comercio y Justicia 85 años

El otro Rommel

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Lo ocurrido con su padre durante la guerra lo llevaría a decidir su destino en las leyes y la tolerancia

Por Luis R. Carranza Torres

Muchas veces, el camino hacia la justicia se inicia en la reacción a un acto injusto. A Dios gracias, en la mayoría de los seres humanos, la arbitrariedad, el dañar a otro sin causa alguna y el abuso del poder no pasan indiferentes.
En no pocas ocasiones, por lo mismo, una vida ve nacer una vocación por el derecho. La casuística al respecto es amplia.
Entre los múltiples casos, pocos pueden ser más terribles, por el dolor involucrado, que lo que le ocurrió a Manfred Rommel, el único hijo del mariscal de campo Erwin Rommel y de Maria Lucie Mollin.
Fue un hecho durante la Segunda Guerra Mundial, respecto de su padre, lo que determinó en adelante su vida.
Pese a las rigideces de su carácter militar y a los largos períodos ausente de su hogar a causa de sus deberes castrenses, Erwin Johannes Eugen Rommel no dejó de estar presente en la vida de su hijo y servirle de guía.

Cuando Manfred, siendo un adolescente de sólo 14 años, encandilado por los fastos y la parafernalia del nazismo, pensó alistarse en las Waffen SS, al igual que muchos de sus amigos, su padre se lo impidió, negándole la respectiva autorización. No quería que estuviera bajo el mando de Himmler, a quien detestaba. También, tenía conocimiento de las matanzas que habían cometido en los países del este. Rommel siempre se contó entre los oficiales más escrupulosos en el cumplimiento de las leyes internacionales de guerra, en particular, respecto del trato a los prisioneros capturados.
Luego, Manfred se alegraría de esa prohibición paterna que lo salvó de haber servido en la rama armada del partido nazi que servía fanáticamente a Adolf Hitler.
En cambio, fue reclutado, un año después, en la Luftwaffe, como parte de la dotación de una batería antiaérea.
En octubre de 1944 obtuvo un permiso especial de la Wehrmacht para visitar en su casa de Herrlingen a su padre, convaleciente de heridas de guerra que le fueron infligidas en Francia.
Apenas llegado allí, el 14 de octubre de 1944, fue testigo de la entrevista a solas de su padre con los generales Wilhelm Burgdorf y Ernst Maisel, del Estado Mayor General.
Una hora después, luego de hablar con su esposa, hizo lo mismo con Manfred. “Vengo a decirte ‘adiós’. Dentro de un cuarto de hora estaré muerto. Sospechan que tomé parte en el intento de asesinar a Hitler (…) El Führer me da a elegir entre el veneno o ser juzgado por el tribunal popular”.
En el caso de elegir la vía del juicio, se tomarían represalias contra los miembros de su Estado Mayor, además de su esposa e hijo. Cuando su ayudante, el capitán Hermann Aldinger lo instó a escapar o, al menos, resistir en la casa, el mariscal lo descartó de inmediato: “Tengo que pensar en Manfred y en mi esposa”, le dijo. Le habían prometido que no les haría ningún daño si tomaba la primera opción.
Momentos después, tras tomar su gorra y su bastón de mariscal de campo, Rommel subió al auto en compañía de los dos generales.

Manfred estuvo a su lado hasta que partió. Fue una escena que lo acompañaría el resto de su vida. Siempre lamentó no haber podido preguntar a su padre acerca de tantas cosas que llevaron a Alemania y al mundo a aquella terrible tragedia.
También estuvo, junto a su madre, en el funeral de Estado que le tributaron los mismos que lo habían obligado a suicidarse. Vuelto a sus deberes militares, a finales de abril de 1945, se entregó al Primer Ejército francés, donde fue interrogado por el General Jean de Lattre de Tassigny.
Fue allí, en un escrito mecanografiado de dos páginas, donde denunciaría todo lo ocurrido con su padre y la farsa del funeral de Estado.
No quedaron allí las consecuencias en su vida de tal terrible injusticia. Después de su liberación en 1947, el joven Rommel volvió a la escuela para retomar su educación. Se decidió a estudiar Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad de Tübingen, de gran prestigio en varias ramas del saber, entre ellas la de humanidades.
El lema de tal casa de estudios era “Attempto!” (“me aventuro/me atrevo”). En los años de la posguerra y en la reconstrucción de su país probaría ser fiel a ese lema, así como a la escupolosidad paterna por las normas jurídicas. Pero esa es ya otra parte de la historia.

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