Su decidida actuación logró dar racionalidad a un proceso extraviado por la superstición
Por Luis R. Carranza Torres
Fue un viaje que salvó muchas vidas. Técnicamente se trataba de una “visita”, nombre dado en el derecho inquisitorial a cuando uno de los magistrados se apersona al lugar donde han ocurrido los hechos que debe considerar en la sede de su tribunal.
Alonso de Salazar y Frías, sacerdote versado en el derecho canónico, no compartía las ideas de los otros dos integrantes del tribunal del Santo Oficio en Logroño, respecto de lo que pasa en esas aldeas del norte de Navarra y Provincias Vascas.
Según las actuaciones colectadas en la instrucción a la fecha, el demonio campea por allí merced a miles de acólitos. Se habla de aquelarres, de reuniones de brujos y brujas, de misas negras y de todo género de maldades.
Para la primavera de 1611, 1.590 personas de 21 localidades del Baztán, Cinco Villas o los valles de Santesteban y Bertizarana estaban sospechadas o habían realizado confesiones de brujería; poco más de uno de cada cuatro habitantes de estos lugares.
Ya se habían producido las primeras condenas en unos pocos casos, y ahora se buscaba que el tribunal de la Inquisición juzgara todo lo restante en un gran proceso colectivo.
Pero Alonso desconfía de la instrucción llevada a cabo por otro juez del tribunal, Valle Alvarado. Muchas de las declaraciones han sido tomadas bajo presión y, aun, con aplicación de tormentos. Existía además en la zona, una verdadera oleada de pánico brujeril que demandaba a las autoridades que hicieran algo al respecto.
Merced a los apoyos de varios que piensan como él, incluido al obispo de Pamplona, quien pensaba que eso de los brujos no era sino “ilusión y embuste”, solicitó al inquisidor general en Madrid poder efectuar una “visita” a tales lugares a los efectos de establecer, de primera mano, lo que allí está pasando. Dicho cargo se hallaba ocupado por el cardenal Bernardo de Sandoval y Rojas, antiguo mentor suyo en las diócesis de Jaén y Toledo, quien aceptó su petición. No era la primera noticia que le llegaba, al contrario de lo constaba en la instrucción ya realizada. A su solicitud, Pedro de Valencia, teólogo, latinista y cronista de la corte de Felipe III, había confeccionado y remitido un detallado informe sobre la cuestión bajo el título “Acerca de los cuentos de brujas”, en el que mostraba los yerros que se verificaban de ordinario en esta clase de declaraciones.
La “visita de distrito” aprobada es iniciada por Salazar en mayo de 1611 y prueba de la dedicación puesta en investigar a fondo es que ella se prolonga durante ocho meses.
La principió, como es usual, con el Edicto de Gracia, un llamamiento a la población a colaborar con la investigación en curso. Asimismo, quien dentro del período fijado -de 30 a 40 días- se declarara autor de una herejía, se aseguraba no ser castigado con penas severas.
Durante los siguientes meses, Salazar recorrió las aldeas recabando declaraciones y otras tantas denuncias sobre brujería que lo dejaron estupefacto. Niños que confesaban sólo sueños, vecinos hacían justicia por mano propia ahorcando o quemando supuestos responsables. También, varias personas revocaron sus confesiones anteriores, que prestaron en Logroño para salvar sus vidas; se realizó, además, una investigación científica que demostró la falsedad de los supuestos polvos y ungüentos mágicos de los brujos y la incoherencia de los testimonios.
En 1612, Salazar vuelve a Logroño con 1.802 declaraciones de brujería, de las cuales 1.384 pertenecen a niños, y con 5.000 inculpaciones de terceras personas. Elabora un memorial de 11.000 páginas en el que analiza los casos centrándose en los argumentos jurídicos y la veracidad de las pruebas, concluyendo que, a falta de éstas -fidedignas- que demuestren la existencia de la brujería, procede el perdón y el olvido para estas personas. Cuatro son, a su juicio, las causas de esa epidemia imaginaria: histeria colectiva, sueños estereotipados, acusaciones interesadas y confesiones extraídas a la fuerza.
Estalla entonces la polémica con los otros dos miembros del Tribunal de Logroño: “Mis colegas dicen que ciego del demonio defiendo yo a los brujos”, escribió en una ocasión. No dejó, por ello, de sostener sus conclusiones. “No existen los brujos, y los inquisidores creo que no deberán juzgar a nadie a menos que los crímenes puedan ser documentados con pruebas concretas y objetivas, lo suficientemente evidentes como para convencer a los que las oyen”. Exigía, pues, el uso de la sana crítica para dar por demostrado algo, en lugar de la tradicional íntima convicción de los inquisidores. En 1614, luego de agrias discusiones entre los miembros del Tribunal de Logroño y de ser elevados los informes de la causa al Consejo General de Inquisición, el órgano superior decide decretar la suspensión del proceso, liberando de consecuencias a todos los inculpados. Era el triunfo de la postura de Salazar y Frías.
Como diría su biógrafo Gustav Henningsen, “el mundo siempre tendrá necesidad de alguien que se atreva a desenmascarar al verdugo: de hombres tan enteros como Salazar”. Vaya que sí.