Por José Emilio Ortega – Santiago Martín Espósito
La página web de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) aún existe.
Se ven fotos individuales de Lenín Moreno, Michelle Bachelet (su primera presidente pro témpore), Evo Morales, Mauricio Macri, Juan Manuel Santos. Pocas sonrisas.
El sitio refiere a la actual presidencia argentina del espacio. Entre las noticias, se destacan la conmemoración de los 50 años de Cien Años de Soledad y novedades sobre logística en Uruguay, Perú, Chile y Argentina (enésimo anuncio sobre la construcción de un túnel a la altura del Paso de Agua Negra).
La desolación y la superfluidad signan el contenido, perdido entre la superabundancia de referencias sobre procesos de integración regional en Sudamérica. Tanto es así, que son considerados vía de escape: al costado, adelante, e incluso hacia atrás.
La Unasur nació hace nueve años. En 2000 comenzaron las “Cumbres Suramericanas”. El anfitrión: Fernando Henrique Cardoso. El crédito argentino: Fernando de la Rúa.
Participaron Hugo Banzer Suárez (Bolivia), Ricardo Lagos (Chile), Jorge Batlle (Uruguay), Alberto Fujimori (Perú), Hugo Chávez (Venezuela) entre los de alto perfil, debatiéndose una difusa “Iniciativa de integración regional” que en 2002 (Segunda Cumbre) reconoce otros actores: Alejandro Toledo Manrique (Perú) y Eduardo Duhalde (Argentina). Y en 2004 la reunión adopta formato de “Comunidad Suramericana de Naciones”, bajo la impronta del influyente Chávez, mediado por un moderado Lagos y nuevas estrellas: Lula da Silva (Brasil) y Álvaro Uribe (Colombia). Pocos recuerdan que el presidente Néstor Kirchner prefirió enviar a esa cumbre a su canciller, destácandose por el desplante.
Tres años después, se unirá a Morales, Lula, Uribe, Bachelet, Rafael Correa y Chávez en la “Unión Suramericana”, suscribiendo un tratado en 2008, superpuesto con otros esquemas amplios o parciales (Asociación Latinoamericana de Integración, Mercosur, Sistema de la Integración Centroamericana, Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños, etcétera) con un período de tres años de ratificaciones por los congresos de los Estados parte.
Kirchner será su primer secretario General (2010), y el último (sin sucesor designado) fue Ernesto Samper.
La Unasur entusiasmó, expresando una organización intergubernamental impulsora del diálogo político, por fuera de los paradigmas tradicionalmente economicistas de los procesos de integración.
Confluyen dos versiones de continentalismo (el anfictionismo bolivariano de Chávez y la intención de Lula de mostrarse líder en la región y referente mundial desde el Brics -Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica-, seguidas por Bolivia, Ecuador, Argentina) y dos de pragmatismo: la panamericana tradicional, impulsada por Uribe (siempre en tensión con Chávez) y la más neutral chilena. Miradas con distintos matices por Uruguay, Paraguay o Perú.
El predominio inicial del continentalismo alentó la reivindicación identitaria regional con el fin de sostener una postura “sudamericana” ante el mundo globalizado, bajo la iniciativa de generar una cooperación de base institucional, que pudiese convertirla en facilitadora de resolución de conflictos externos.
Las deserciones de sus “padres fundadores” fueron muchas y notables: los Kirchner, Lula (luego Dilma), Chávez, Lugo.
Sus reemplazos, factores de un viraje. La región atraviesa un período de inflexión que se percibe como un fin de ciclo, sesgado por tensiones que comprometen el proceso y, en general, las iniciativas de integración del continente.
La ruidosa pero al fin pobre gestión de la etapa inicial facilitó este cambio de postura: un tema oscuro más a “ordenar” o desmontar por los conservadores que hoy gobiernan.
La indisimulada parálisis institucional de la Unasur exhibe su fracaso.
No consolidó la cooperación ni tuvo protagonismo en la contención de las crisis políticas regionales. Ello se aprovecha para poner la fragmentación, en las agendas internas, del lado virtuoso de la grieta. Autoasumiendo una nueva transición, tan declamativa como las exageraciones que Chávez o Lula sostuvieron a la inversa, muchos Estados del continente exploran distintas alternativas, como si América no los contextualizara.
La Unasur se empantanó.
No es aquella caída ocasional en un lodazal que, con auxilio, fácilmente se supera. Es el pantano profundo, el misterioso, el trágico, el terrible y sórdido, el típicamente latinoamericano. Mas no el heroico alguna vez abordado por Cortázar emulando la gesta de Sierra Maestra, ni el que testea el esfuerzo cuando la epopeya de la noble tortuga gigante que con Quiroga devolvió un moribundo a Buenos Aires.
Ni siquiera el que denota extravío pero capacidad de unión, que alguna vez imaginó Carpentier.
Es el estero que mata los ríos en Roa Bastos. Ese mar desmantelado, esa ciénaga nostálgica con la que se encontró el irremplazable Ignacio Padilla al estudiar la relación entre los latinoamericanos y el mar: “Las más de las veces, esta ausencia de un mar al que se extraña y del cual hemos sido marginados, se traduce no en el desierto, sino en el pantano. No podría ser de otra forma: en la humedad que paraliza, en el estancamiento nubado de mosquitos, allí estamos, literalmente empantanados”, cuya fuerza será según el genial mexicano simple, rotunda, maligna; tan adormecedora y paralizante como una borrachera.
Tras su precipitado agotamiento, cabe preguntarse cuál será la suerte de la Unasur.
Pudo haber construido una agenda que articulara objetivos entre los distintos procesos en marcha, oficiara de puente entre subregiones y espacios aún distantes, nivelara personalismos. Nada de eso ocurrió. Hoy, su presidente pro tempore es Macri.
Veremos si finalmente desaparece la Unasur en el pantano.