Por Carlos Ighina (*)
Don Julio César Luna es sanvicentino de cuna y desde todo momento convocado por la pequeña y también íntima historia de su ciudad -la que respira con aliento entrañable desde las décadas que ha sabido vivir.
Recogió de labios de don Armando Luna (el recordado cantor y guitarrista que llevara la fibra de los patios y parrales de los barrios de Córdoba y, por cierto, la emoción de sus canciones hasta los auditorios de las radios de aquella Córdoba de tranvías y sin peatonales) el relato de cómo se gestó el vals “viaje a Argüello”, del viejo Ciriaco Ortiz, de cuya composición se cumplen 100 años.
Nos informa don Julio, en una sabrosa adenda a su publicación “Semblanza de dos ídolos”, donde hace referencia a las figuras del histórico futbolista Juan Carlos “Milonguita” Heredia y del eximio bandoneonista Cariaquito Ortiz, que corría el año 1917, más o menos en los días de carnaval, y don Ciriaco, con su amigo y también bandoneonista Sebastián Sena –un músico popular emblemático de la seccional Segunda- se propusieron viajar a Argüello. “Para aquella época toda una aventura”, destaca Luna.
Al viaje a Argüello era habitual hacerlo en tren, abordándolo en la estación Alta Córdoba, terminal separada de la legendaria seccional Segunda de las hazañas histriónicas del “Cabeza Colorada”, de los reductos de tango y de los piringundines de dudosa estirpe, nada menos que por las anchas aguas del río Suquía.
Ambos músicos, con sus instrumentos, decidieron realizar el cruce del, en ese momento manso recorrido fluvial, a la antigua como en los tiempos en que los puentes eran un sueño y los puertos eran barriales antes que estaciones marítimas. Es decir, acomodados en los hombros de un baqueano fortachón que hacía las veces de transbordador humano.
Perico era conocido de ambos y lo tenían como un mozo seguro y decidido, conocedor de los tramos menos dificultosos para vadear una corriente que no aparentaba para sustos.
Sebastián Sena fue el primero en montar sobre las espaldas de Perico, en un tránsito sin inconvenientes. El muchacho regresó a la orilla sur y se hizo cargo de lo más precioso, el transporte de los bandoneones, escasos entonces en Córdoba, como contados con los dedos sus ejecutantes, entre ellos los protagonistas de esta historia.
Perico subió en andas finalmente a don Ciriaco y entre chascarrillos comenzaron a andar en un lecho paulatinamente más profundo. Pero hete aquí que el baqueano pisó mal, como caballo al galope en la boca de una vizcachera, y ambos cuerpos tuvieron una suerte de bautismo inesperado en el río que don Jerónimo había llamado de San Juan, precisamente en honor del bautista.
Al principio privó el desconcierto entre ellos, aunque con un marcado consuelo en el rostro de Ciriaco al saber seguro a su bandoneón en la otra margen del río que todavía se llamaba Primero. Pero pronto atinaron en la búsqueda de soluciones.
Empapados sin concesiones llevaron la mirada a la “casa de las chicas”, apenas un rancho con ciertos adornos donde convivían varias muchachas de vida alegre, situado muy cerca de la rivera, de las tantas que se mezclaban en las noches del Bajo con las solicitudes de compadritos y niños bien.
Fueron bien recibidos por las “atenciosas” mujeres, al decir de don Julio César Luna, quienes instalaron al bandoneonista con la mayor comodidad posible. A falta de otras ropas, Ciriaco quedó en cama, dando tiempo a las dueñas de casa para el secado de las prendas.
Pero no fue éste tiempo transcurrido en vano, en particular para el repertorio de la música popular de Córdoba, pues el viejo Ciriaco halló la paz y la inspiración necesarias para sacarle a su bandoneón cadencias espontáneas que se soltaban como sutiles notas acaricidas por los soles de febrero. “Eran íntimas melodías surgidas de improviso –según refiere Luna-, como suele suceder cuando la inspiración llega; allí, en ese momento y en tan felices circunstancias, se produjo el milagro del nacimiento de este vals tan sentido por nosotros”.
Armando Luna, el memorioso confidente de aquellos sucesos, recordaba que los músicos Sena y Ortiz “estuvieron tan bien atendidos, que dejaron para otro día el viaje a Argüello”.
En lo estrictamente musical, “Viaje a Argüello” y “Hotel Victoria”, de 1906, son dos estandartes de la sensibilidad musical cordobesa fuera de los salones selectivos, ganando mérito su composición frente a otras piezas de genuinidad popular donde la música hace de sostén a una letra lograda, que es lo que en definitiva ha perdurado en esos casos. Tomemos como ejemplo la “Jota cordobesa”, de don Marcos López; “Plaza Colón”, de Rubén Darío Gamboa; o “De Alberdi”, del Chango Rodríguez.
“Viaje a Argüello” recibió también letra, perteneciente a Lito Bayardo, pero a lo largo del siglo de su existencia todos los conjuntos musicales que han interpretado el vals, muchos de ellos de notable trascendencia, han prescindido de ella, volcándose a la sugerencia propia del contenido musical, de tan inspirada como accidentada creación.
Muchos medios gráficos e informáticos especializados atribuyen la autoría del vals a Ángel Ciriaco Ortiz Barrionuevo, o sea el famoso Ciriaquiro Ortiz, reconocido como pocos en Buenos Aires por su particular manejo del bandoneón. Pero éste era el hijo de don Ciriaco Ortiz. Se trata de un error fácilmente demostrable, fruto de la ligereza conceptual con que se abordan ciertos temas.
Ciriaquito, nacido en 1904, como queda documentado en el Registro Civil de la Ciudad de Córdoba, para 1917 contaba solamente con 13 años y su precocidad de ejecutante –acompañó a grandes músicos con pantalones cortos- no fue paralela a su actividad de compositor, revelada recién mucho después con el andar del tiempo.
El viejo Ciriaco era al dueño de un concurrido boliche, ubicado en calle Alvear al 700, donde también habitaba y en el cual se oficiaba de convocatoria infaltable para cuanto bohemio llegase a Córdoba y donde asistían leyendas de la música popular de la ciudad como el Cabeza Colorada, Ranulfo Rodas –precisamente telegrafista en la estación ferroviaria de Argüello-, Cristino Tapia, Onías Aguirre –que fue su yerno-, Edmundo Cartos y el Chango Rodríguez.
También fue cordial la relación de don Ciriaco con Carlos Gardel, en especial con ocasión de las visitas del Zorzal a Córdoba
Así se recuerda un encuentro en barrio Güemes, en casa de los Gastón, donde se reunieron en prolongada velada artistas de la guitarra y el bandoneón como lo eran el viejo Ciriaco, don Cristino Tapia y el Cabeza Colorada, para solaz del cantor de Buenos Aires y de su voz de complemento en el dúo intérprete de temas campero, el uruguayo José Razzano.
Para 1917, ya el tango y su inseparable compañero, el vals, se habían echado a andar por zonas hasta entonces prohibidas, luego de estar cobijados en las parrillas de la Segunda, en los rancheríos criollos de El Abrojal o en el mismo boliche del viejo Ciriaco.
Bien puede decirse que entre todos esos cafetines se distinguía la llamada confitería de don Ciriaco Ortiz, en pleno arrabal de los bajos de la Segunda, cuyo dueño es posible calificar como el precursor en Córdoba de la ejecución del bandoneón, y quien además nos legara una composición insoslayable en la historia de la música popular de Córdoba, el vals “Viaje a Argüello”.
(*) Abogado-Notario. Historiador urbano-costumbrista. Premio Jerónimo Luis de Cabrera.