Por José Emilio Ortega (*) – Santiago Martín Espósito (**)
La última semana de marzo fue altamente significativa por conmemorarse dos fechas trascendentes del orden internacional impuestas tras la posguerra: el 25 se cumplieron 60 años del Tratado de Roma que hizo nacer la Comunidad Económica Europea y consolidó el proceso iniciado un lustro antes; un día después se celebraron 26 años de la rúbrica del Tratado de Asunción que iniciaba el proceso de integración del Cono Sur, el Mercosur.
Ambos aniversarios ocurren en un nuevo contexto internacional y regional que somete los procesos de integración a cuestionamientos y retos.
El nuevo aniversario del Mercosur, hoy subvalorado, sucede en un nuevo período de inestabilidad económica y política en la región. La falta de apoyo político al gobierno de Brasil, las profundas irregularidades institucionales venezolanas -cuyo ingreso al bloque aún es todo un conflicto en sí mismo- como la crisis producida por el intento reeleccionista de Cartes en Paraguay paralizan, sino el proceso, toda agenda integracionista.
Pese a que desde hace más de una década el Mercosur ha tratado de superar su impronta fundacional de liberalización comercial, incluyendo en sus instrumentos nuevas dimensiones de cooperación y coordinación, la profundización de los programas no pudo superar los problemas de la insustancial construcción institucional reciente. Falta de coherencia en el largo plazo, carencia de objetivos políticos, laxitud en las metas comerciales y macroeconómicas y una nula participación de la ciudadanía en el proceso de integración regional. La retórica grandilocuente de promesas y propuestas no se condice con los objetivos alcanzados y, lamentablemente, el problema estructural de los procesos de integración regionales también alcanza al Mercosur: la coyuntura doméstica se impone por sobre la agenda de integración.
Y desde la otra orilla, los mejores alumnos también recibieron rotundos aplazos. El presidente de la Comisión Europea, Jean Claude Juncker, se preguntaba “¿Quo vadis Europa?” al inicio de una presentación de varias propuestas para el futuro de la Unión Europea (UE), a principios del mes pasado.
El último año y medio ha estado marcado por múltiples problemas que han horadado la consistencia del proyecto europeo y debilitado, aún más, la confianza en sus instituciones. A las diferencias entre el norte y el sur, marcadas por el dilema austeridad-crecimiento, se sumó una profunda división este-oeste entre los Estados partidarios de aplicar el plan de traslado de refugiados, como Alemania y Francia, versus aquellos que, como Rumania, Eslovaquia, Hungría o la República Checa, se opusieron esa la propuesta. Las crisis económicas y políticas en muchos países generan conflictos internos que la escala europea -antes útil para contener- sólo potencia. Las diferencias entre Estados miembros generan escenarios de desconfianza: de la ciudadanía en el proyecto europeo, de los líderes de Estado en sus relaciones con las instituciones comunitarias y, finalmente, hacia la expectativa de la indispensable solidaridad y cooperación que debería existir entre los socios europeos.
Bruselas salió derrotada en los últimos referéndum en Dinamarca, Grecia y Holanda. Pero es la victoria del brexit la que ha marcado el origen del cisma más importante de la historia de la UE. El brexit es la expresión de un malestar profundo de una parte de la ciudadanía de lo que percibe como la Europa burocrática, entendida como la personificación de la “vieja política” y la “tecnoburocracia”. Las múltiples crisis que todavía sacuden la UE han agrandado la distancia entre ciudadanía e instituciones. Pero lo más trascendente de la salida del Reino Unido de aquélla es su significado simbólico: el proceso integracionista europeo, para la ciudadanía, no es irreversible.
En sus dos orillas, la integración debe volver a discutir los valores y principios que la sustentan. Lo afirmó magistralmente François Hollande: en Europa los procedimientos superaron los proyectos. En el Mercosur es otro el problema, más delicado y seguramente más de fondo.
Es indispensable repensar el destino de estos procesos, en paralelo con decidir cuál es la misión de las instituciones que componen estos espacios. ¿Cuál es el fin común que persiguen los Estados miembros? Unos y otros deberán pensar reformas aun a riesgo de encontrar más dificultades en el proceso. De ello depende el futuro de la integración como opción para el mundo y de la supervivencia de la UE y del Mercosur como bloques.
Sería un verdadero logro de la dirigencia política, en ambos continentes, forjar esas respuestas y oponer una propuesta consistente a quienes bregan por la deconstrucción y un regreso a formas mucho menos cooperativas en el planeta.
(*) (**) Docentes de la Cátedra de Derecho Público Provincial y Municipal.