Hacer el tránsito de un ‘estado no togado’ a otro ‘estado togado’ resulta ser un evento trascendente y que bien debería ser considerado transformativo.
Es suficientemente conocido que haber alcanzado la investidura de la magistratura supone, para un abogado, además de una inquebrantable voluntad para llegar a ese cargo, el haber realizado una serie de esfuerzos de formación académica y científica, como seguramente también de otros aspectos interdisciplinarios. Sin embargo, en la biografía de cualquier hombre ningún acto –por más querido y severo o valioso que sea- puede lograr hacer tabla rasa de toda su propia historia anterior.
El hombre –recordando a Ortega y Gasset- siempre está coexistiendo con las circunstancias de su vivir.
El hombre que es hoy, es la historia de su ayer. Dicha historia personal que se conoce de cada quien, por la cual se habrá de juzgar al sujeto a primera vista y también por su otra historia profunda, la mayoría de las veces es completamente ignorada para muchos y sólo es medianamente conocida por algunos otros. Ambas historias acompañan al hombre en manera infatigable por todas las sendas. La historia de cada uno es la sombra que se tiene y que se muestra en manera notable frente a perspectivas lumínicas especiales.
Acceder a la magistratura en el sentido de hacer una suerte de tránsito de un “estado no togado” a otro “estado togado”, con independencia de que la persona en cuestión pertenezca o no al Poder Judicial, resulta ser para dicho sujeto un evento trascendente y que bien debería ser considerado transformativo.
Por ello es que debe considerarse como una auténtica “situación límite” con todo lo que ella importa. Dicho momento configura lo que damos en nombrar el “grado cero de la función judicial” y para lo cual tributamos en la idea de R. Barthes que hace de ello para la escritura.
Es en tales circunstancias que el mismo hecho fáctico de “venir a ser juez” es lo que interpela de manera profunda al advenido juez acerca de lo que habrá de ser dicha persona en todo el extenso futuro judicial que sobre su mirada en perspectiva se presenta.
Seguramente, podrán parecer estas consideraciones de una gran trivialidad, y sin perjuicio que lo parezcan, no se nos escapa señalar un hecho. Si una persona en dichas condiciones transformativas del “no-ser-juez” al “ser-juez” no se ha sentido interpelado y se ha quedado sólo ensordecido y cegado con los atributos que el poder de la magistratura naturalmente conlleva, y la urdimbre parasitaria que a su alrededor como mandrágora florece, estamos frente a quien todavía no terminó de comprender el requerimiento de servicio auténtico que el Poder Judicial le habrá de estar solicitando desde allí y hasta el último día. Que su estado sea el de una persona togada.
Aunque cueste admitirlo, de la misma manera que hay personas adultas que se comportan como adolescentes y entonces psicológicamente les atribuimos una madurez inapropiada, también existen jueces que, aun llevando varios años en el ejercicio de la magistratura, se siguen comportando como si no integraran parte de un Poder Judicial. Su mayor compromiso está en el dictado de sus resoluciones –las que desde el punto de vista técnico puede que sean muy satisfactorias- pero no han comprendido que las cosas cambiaron cuando se convirtieron en jueces.
Gran parte de los comportamientos defectuosos o impropios reñidos con la ética judicial que tienen muchos magistrados se ubican muy cerca, en su momento originario, de la falta de comprensión primaria de lo que implica ser juez -con créditos y débitos- y que es el resultado reflexivo serio e inquietante que la nombrada situación límite de hacer el paso de lo no-togado a lo togado importa como tal.
Quien no advirtió la situación límite de esa transformación probablemente nunca concluya por comprender qué significa ontológicamente ser juez, con independencia de que fenomenológicamente sea juez durante años.
En una consideración que peca por su generalidad, indicamos que no haber experimentado dicho momento trascendente en la situación límite y generado por el tránsito de un estado a otro permite señalar la indebida comprensión del núcleo crítico de la función judicial. No siendo equiparable dicha acción a una voluntaria incomprensión del tema en cuestión sino al no saber apreciar dicho advenido juez los significados profundos que tiene el incorporarse a la comunidad de administradores de justicia y que conforman la magistratura de cualquier Estado de derecho.
Con dicha integración a la magistratura, la télesis no sólo profesional sino también la que podríamos nombrar como biográfica del propio juez viene a tener un objetivo práctico mayor que cualquier interés personal que pueda haber, esto es, el cumplimiento del servicio público de la jurisdicción y para lo cual ha sido el juez suficientemente empoderado.
Dicho servicio público de la magistratura implica que se ha llegado para servir desde el lugar de la magistratura y no para servirse del cargo. Cuestión esta última que con tanta frecuencia se ha venido a poner de resalto en los últimos tiempos. Quizás ese solo examen de conciencia acerca de la significación de comprender la administración de justicia como servicio resulte suficiente para hacer una triste pero necesaria separación en el cuerpo de magistrados de quienes sirven a la magistratura y quienes se sirven de ella para sus propios deseos y aspiraciones.
En unos y otros habrá matices, difícilmente se encuentran sujetos que bajo todas las circunstancias hayan sido fieles a lo primero y no hayan defeccionado en algunas ocasiones. El acto de servir a los otros desde el lugar que se tiene es un ejercicio que se aprende todos lo días y se regenera con cada servicio que se cumple. Pero salvo casos realmente perdidos por el propio interés personal –que los hay-, los magistrados tienen una conciencia moral despierta que les hace intuir cuándo han servido o cuándo se han servido de la magistratura para satisfacciones ajenas a la función judicial.
Si acaso se pudiera encontrar la forma adecuada, gentil y respetuosa para que los magistrados en tales situaciones límites de su vida profesional, en el grado cero en la función judicial, que es cuando habrá de acceder a la magistratura, cumpla con un personal y descarnado examen de conciencia, seguramente que resolvería ello una cantidad de sinsabores posteriores centrados principalmente en la realización de comportamientos impropios que el magistrado puede tener o de situaciones reñidas con la ley sin más.
Quizás haya llegado la hora en que las oficinas gubernamentales que gobiernan la arquitectura del Poder Judicial, como así también la misma cabeza de gobierno del Poder Judicial, repiensen la manera de cooperar para que cuando es designado un juez –de la instancia que sea- estemos frente a una persona (cualidades académicas al margen) que haya sido acompañado en la reflexión, en la discusión y en la percepción del significado de ser juez.
Naturalmente que a tal objetivo se han dirigido muchos de los procesos generativos en las Escuelas Judiciales sea ello a modo de capacitación continua o en procesos de formación anterior, pero ninguna de las vías todavía ha sido exitosa, y sin perjuicio del mejoramiento que ha tenido en otras áreas jurisdiccionales y de gestión. Falta todavía un entrenamiento moral para ser juez y para muchas personas –magistrados incluidos- es una cuestión baladí.
Por dicha ausencia es que luego, entre otras cuestiones, se habrán de producir discusiones y claroscuros respecto a la exigibilidad de códigos de ética, a la legitimidad de los tribunales deontológicos y al cuestionamiento y no aceptación de las recomendaciones éticas que desde ellos se brindan a los jueces. Pues todo ello tiene y exige –percibimos hoy- una necesaria antesala preparatoria que utilice instrumentos adecuados que cooperen para una mejor comprensión del fenómeno ético judicial, y para que los procesos de deliberación judicial sean atravesados por una perspectiva moral y clara identidad los jueces en el rol de servidores públicos.
Colocar la ética judicial en la agenda pública del Estado y de los Poderes Judiciales es posible haciendo cosas. Y si bien es cierto que con las palabras hacemos hacer cosas, no es ello posible en la ética judicial.