Por Osvaldo Entre Ríos (*)
Corría el año 1983 y en uno de los coliseos modernos, cuarenta mil gargantas desaforadas gritaban al unísono. A punto de pisar el verde césped, levantó la mano un gigante de pelo rizado, esbelto y decidido. En su camiseta, en la parte posterior rezaba, o gritaba, una leyenda: “Ganar o perder pero siempre con democracia”.
Eran épocas de fin de dictadura en tierras del Brasil y el estadio de Pacaembú tronó cuando el personaje de la inscripción en la camiseta marcó el único gol de la final paulista.
Se coronaba una etapa que contrastó enormemente con los trazados dictatoriales del gobierno de facto. El año anterior, un grupo de jugadores del Corinthians había decidido crear dentro del club un original sistema democrático que hacía que todos los integrantes del Timão tuvieran injerencia en las decisiones que regían los destinos del club. Se lo conoció como la Democracia Corinthiana.
El señor de la leyenda en la camiseta era Sócrates Brasileiro Sampaio de Souza Vieria de Oliveira. El “Doctor”.
Nacido en el año 1954, hijo de un “filósofo” autodidacta al que le debió su nombre por pura admiración al griego, el paulista creció entre libros y el balón. Por mandato paterno fue médico y por mandato divino fue jugador de fútbol.
Pero hubo algo más en él y eso fue su inclinación política muy marcada, ferviente admirador de Karl Marx y de Fidel Castro, al punto de llamar a uno de sus hijos con su nombre. Sócrates fue un exquisito como pocos en el arte del balón, pero también intentó pintar, cantar y murió dedicado a su profesión de médico.
Pero la intención de este escriba es destacar su militancia, su participación activa en la emancipación democrática que sucedió en el Brasil de los 80. Decía: “La gente me dio el poder como futbolista popular. Si la gente no tiene el poder de decir las cosas, entonces yo las digo por ellos. Si yo estuviera del otro lado, no del lado de la gente, no habría nadie que escuchara mis opiniones. Muchas veces pienso si podríamos dirigir este entusiasmo que gastamos en el fútbol hacia algo positivo para la humanidad, pues a fin de cuentas el fútbol y la tierra tienen algo en común: ambos son una bola. Y tras esa bola vemos niños y adultos, blancos y negros, altos y bajos, flacos y gordos. Con la misma filosofía, todos a fantasear sobre nuestra propia vida.”
La vida de un deportista de élite raramente está signada por excesos. Durante y luego de la práctica activa, la persona tiene incorporado el hábito de cuidar su herramienta, que es su propio cuerpo, convertirlo en un templo. Sin embargo, en los deportes populares, las cosas cambian.
La elevación de algunos de ellos a la categoría de ídolos, la impunidad que se les otorga desde los palcos y la celebración que se les brinda a sus actos, cualquiera sean éstos, hacen que sus comportamientos disten de ser políticamente correctos. “El Doctor” no estuvo exento.
Bebedor consumado y fumador empedernido, alternó sus vaivenes deportivos en Europa con altibajos emocionales y vicio-dependientes. No obstante ello, haberse pergeñado como un líder político sin cargo pero al fin influyente, le sirvió como un reconocimiento válido aún después de su muerte.
Bajando algo hacia el sur del mismo mapa, en el año 1960, nacía en una villa típicamente argentina un barrilete cósmico. Alguien de otro planeta.
A los diez años, el diario del clarín, llamándolo “Caradona” ya comenzó a darle forma a los ríos de tinta que se derramarían nombrándolo.
Hijo de don Diego y de doña Tota, un albañil media cuchara y un ama de casa, el mundo no le dio tiempo, ni se preocupó, de formar su intelecto. Bastaba y sobraba con sus piernas y su inteligencia innata de llevarlas a donde él quisiera.
Marca registrada de un país que se alegraba aunque sea de dirimir sus problemas y atenuarlos en una cancha de fútbol, fue catapultado a la cima y allí lo dejaron, solo y con sus vicios, sus incapacidades intelectuales y sus bufones de turno.
El transcurrir de los años hizo que pasara de D10s a mal tipo. Cuando sus piernas ya fueron recuerdo, o a lo sumo videos de YouTube, la impunidad desapareció y se lo juzgó como un hombre común, y todo el mundo arrojó piedras.
Con el tiempo, sus palabras comenzaron a herir susceptibilidades, el mensajero no tenía el peso intelectual para contrastarlas, ni la autoridad moral requerida. Ama, al igual que Sócrates, a Fidel. Pero lo único que posee indiscutidas son sus piernas; la empatía de la que puede ser dueño desde su origen, no sirve de nada.
La falacia argumentum ad vericundiam, que eleva al “Doctor”, se troca en ad hominem para apalear al Diego.
En el año 1992, James Carville, asesor de campaña de Bill Clinton, rubricó una frase antológica: “Es la economía, estúpido”. Parafraseando a Carville, deberíamos decir: “Es la educación, estúpido”. Tanto del que llega a la cima como de quien te da la patada en el tujes para sacarte de ella.
(*) Ensayista. Autor de Carta de leones a corderos (Mención de honor por el Fondo Nacional de las Artes)