Por Carlos Ighina (*)
Escasamente pudo imaginar el austero obispo formado entre los frailes dominicos cuando en 1699 descendió de los carruajes que traían su persona y sus pertenencias, que ese solar ocupado entonces por construcciones del período hispánico anteriores aun al resto arquitectónico que hoy contemplamos en la primera cuadra de la calle Rosario de Santa Fe, habría de ser ganado por el color y la creatividad casi tres siglos después en 1984.
Es que fray Manuel Mercadillo tenía otras preocupaciones. El solo hecho del traslado de la diócesis de Santiago del Estero a Córdoba -a lo que podríamos sumar el proyecto de fundar una universidad distinta de la jesuítica, la de Santo Tomás de Aquino- habla del espíritu de este prelado que pasó sus últimos años recorriendo el diario trayecto entre su casa y la canónicamente flamante catedral, abriendo huella por sobre el terreno libre y despoblado de la Plaza Mayor.
Tiempo después, ya muerto el obispo, apareció el balcón panzón del llamado oratorio y que es sólo el coronamiento del zaguán superviviente de la casa de los De la Torre Palacio, sitio desde donde las damas de la época abanicaban sus calores mientras algún aventurado torero intentaba remedar las corridas de la madre patria, azuzando con su capa a toritos de dudosa catadura.
Balcón avanzado y veleta ventolera que nunca dejaron de llamar la atención y que no siempre sirvieron para sus seculares fines sino también para otros impensados menesteres –de ésos que no hubieran cabido en la cabeza del obispo- como cuando se utilizaron como soporte de las antenas que sirvieron a la primera transmisión de radio en Córdoba.
Lo cierto es que un buen día cuadrillas de obreros la emprendieron con todo, balcón y veleta, y comprobaron con asombro que tras suyo y en su entorno miles de ladrillos se apilaban conformando moles majestuosas, dando sustancia a una estructura de rasgos faraónicos que ya empequeñecía al adobe histórico, de acuerdo con el cristal del observador crítico.
Rectángulos de mármol se acomodaron ascendentes y una escalera a la nada se levantó competitiva, dejando de lado el encalado varias veces centenario, cual tribuna del espectáculo placero con la imagen tres cuartos perfil derecho del cabildo y la catedral.
Enamorados, curiosos y aerobistas urbanos se desilusionaron con la seca realidad de los juegos de agua apagados allá en lo alto, mustios y oxidados, tan ocres como las hojas de otoño y tan nostálgicos de la primavera como las flores de panteón.
Pero de pronto, en la luminosa mañana de un sábado pareció que una rosa saludaba a una amapola, al tiempo que claveles y dalias sonreían a margaritas y crisantemos. Ese sábado la escalera se mostró racional, servible, plena de sentido. Los enamorados, curiosos y aerobistas no tuvieron tiempo de llegar a la tristeza del juego de aguas porque una explosión de color y vida les cerró el camino y les distrajo los sentidos. Es que ese sábado de sol amable y limpio cielo había nacido el Rincón de los Pintores.
Paletas, lienzos, cartones, cartulinas, pinceles, lápices, crayones, carbonillas, óleos, témperas, acuarelas buscaron motivos y se manifestaron en mil trazos convocantes. Balcón, veleta y muros encalados se sintieron orgullosos, importantes y mimados.
Tan importantes como cuando los escudriñara Kronfuss, los acuarelara Camilloni, los dibujara Budini o los aprisionara la pintura callejera de Cequeira. Y sonrieron y recuperaron la dicha y la trascendencia que tal vez no les había dado el compacto abroquelamiento del entorno monumental.
Gonzalo Vivián, entonces director de patrimonio cultural del municipio, oficiaba de mago. Un Mandrake bohemio y retozón, al tiempo que don Manuel Reyna hallaba su refugio silencioso cobijado en el hueco de la anciana escalerilla, bajo el arco por tranquil. El escultor Rego prefería la proximidad del borde de la vereda, en tanto que los bisoños Díaz y Britos se mezclaban abriéndose paso en un montecillo de caballetes. El veterano Sentieri desbordaba contento, Domingo Huertes lucía sus figuras tangueras, Abel Ranieri desplegaba sus óleos en una mesilla y Eumelia Bravo mostraba toda su sensibilidad de mujer artista. Sin embargo, eran sólo algunos de los tantos que se congregaban cada semana pidiéndole permiso al público para poder plasmar su inspiración del momento.
Fueron muchos sábados continuados, pese a la llovizna, al frío o a la neblina. A su conjuro, un animoso grupo de artistas de la plástica, tenazmente confabulados, supo trabajar en medio de la comunidad que los contemplaba y alentaba, dando forma a sus particulares obras que desaparecían como el pan caliente, cálidas y apetecidas.
La catedral, el cabildo y la plaza guardan las imágenes cromáticas de una alegría compartida, de una cordialidad entre pares, de un brindarse a los anónimos del pueblo que todo lo compensaban con una sonrisa, alentando el fuego múltiple del entusiasmo de todos.
Lo que en muchas ciudades suele consolidarse como una tradición beneficiosa tanto para la cultura como para el turismo receptivo, entre nosotros pasó como una ráfaga, visto desde la cima de los tiempos, aunque se trate de una experiencia reciente. Así que volvieron las soledades en una estructura curtida por la indiferencia.
Dicen que el obispo Mercadillo andaba entre las sombrillas y que, cuando el sol estaba en lo alto, bendecía desde la escalera la vocación de los pintores.
(*) Abogado – Notario. Historiador urbano-costumbrista. Premio Jerónimo Luis de Cabrera.
Es un hermoso recuerdo, lastima que hoy está egoistamente cerrada y con un edificio histórico transformando en una horrible oficina