Semanas atrás hablábamos de Fariña, la corrupción y la importancia jurídica de figuras como la del arrepentido y del testigo encubierto como herramientas para combatir el delito organizado desde el Estado de Derecho y con la ley en la mano.
Aunque son imprescindibles para ganar cualquier batalla contra la corrupción, no es fácil contar con ellas. Pasa aquí igual que en Italia tras la década de 90, cuando el juez Antonio Di Pietro inició la seguidilla de procesamientos que en la historia se recuerda como “manos limpias”, los proyectos de ley contra la corrupción crecieron y se multiplicaron, de todos los colores y matices, pero sin conseguir que se aprobara ninguno.
No fue sino hasta 2014 que se sancionó una ley que penalizaba esa connivencia entre mafiosos y políticos. Porque hay que decirlo claro: más allá del color político, de para quién se robe, el que monta una estructura para defraudar al Estado, desviando el dinero de todos a sus propios bolsillo merced a una red de complicidades varias, no es un simple delincuente. Es parte de una mafia y de la peor calaña.
Uno de los puntos esenciales para enfrentar a tales mafias es poder resguardar a quienes denuncian o declaran en su contra. Mucho se dijo al respecto, reconociéndose la necesidad de proteger a las personas que decidan tomar la iniciativa de denunciar o exponer frente a la justicia todo lo que sabe respecto de crímenes que por su entidad afectan a toda la sociedad o al menos a un gran número de ciudadanos, y aunque algunos pusieron en duda la moralidad de actos como los de delatar a sus cómplices -como si ser parte de un grupo criminal y/o saber cuáles son sus actividades pasadas y futuras y callarlas, dejando que se produzcan daños sociales enormes no fuera un acto más inmoral aún-, la mayoría se expresó en favor de reconocer judicialmente decisiones como la de aquéllos, lo que significa brindarle protección y resguardo.
Sin embargo, los cordobeses nos levantamos hace pocos días con la noticia de que había muerto Mónica Torres, (foto) la vecina de barrio Yapeyú que se animó a denunciar a quienes vendían droga por su zona y delinquían. A partir de ese momento su vida se convirtió en un suplicio.
Lejos de recibir protección completa del Estado, fue víctima de innumerables ataques y agresiones de los delincuentes que ella tan valientemente se atrevió a denunciar, lo que le valió tener que malvender su casa y mudarse del lugar, alquilando una vivienda lejos de allí, donde murió.
Se trata, también debemos decirlo, de una mártir de una lucha tan necesaria para la supervivencia de esta sociedad abierta y democrática, como poco visualizada por una inmensa mayoría.
Lamentablemente casos como éste no tienen la repercusión ni la respuesta debida para quienes deciden inclinarse por una vida honesta y de corrección, con compromiso por hacer nuestra sociedad un poco mejor, incluso contra sus bienes, seguridad y vida.
Y en tiempos en los que muchos en el derecho entienden que los intereses de los que delinquen valen más que los de las víctimas, bajo el argumento falaz de que no se puede criminalizar la pobreza, como si los pobres fueran todos criminales, cuando todo lo contrario son quienes más sufren el accionar de la delincuencia y de la falta de respuesta de las autoridades, vaya nuestro reconocimiento a Mónica Torres, quien como dijo su hija: “Ella sólo quería Justicia. Una Justicia que nunca llegó. Una Justicia que lamentablemente en este lugar no sirve. Que sólo funciona a favor del maleante y en contra del ciudadano común”.
Son los casos en que el Estado, la sociedad, todos en definitiva, nos transformamos por inacción en cómplices de los victimarios. Obviamente, con distintos grados de responsabilidad, el peor de ellos para quienes desde el Estado podían haber hecho algo y no lo hicieron. Pero recordemos la frase de Edmund Burke, dicha hace más de dos siglos:
“Para que triunfe el mal, sólo es necesario que los buenos no hagan nada”. No nos olvidemos de eso.
* Abogado. Doctor en Ciencias Jurídicas. **Abogado. Magister en Derecho y Argumentación Jurídica