Este poder argentino, en general, tiene una elevada deuda en dicha materia y le cuesta encontrar el momento para introducir la cuestión en sus agendas, debatirla y finalmente ejecutarla, todo ello como una mejor garantía de confianza de la ciudadanía.
Por Armando S. Andruet (h)
Twitter: @armandosandruet
Exclusivo para Comercio y Justicia
No es lo correcto pero suele ser una habitualidad entre quienes no tienen información suficiente respecto a las cuestiones morales en general, que un desencuentro ético de un juez no es para nada, susceptible de ser considerado por dicha circunstancia, una realización que pueda o deba ser asimilada también, como de naturaleza corrupta. De la práctica no ética a la práctica corrupta hay mucha distancia, pero no por ello son tampoco inexistentes los atajos que permiten cruzar dichas sendas más rápido de lo que se pueda pensar.
En el camino de examinar rutas y poder brindar los mapas que ayuden, como es natural, a un proceder más seguro y confiable, es que dentro de las ciencias sociales en general los autores -por ejemplo J. March y J. Olsen- han buscado encontrar los llamados ‘criterios de corrección’ que permitan hacer las ordenaciones correspondientes a tal fin, y con ello desarticular las prácticas habituales que en abstracto puede que ni siquiera sean calificadas de dañinas pero que, puestas bajo circunstancias específicas de una atmósfera socio-política determinada -como cualquier experimento social-, pueden tener dicha consecuencia efectiva.
Desde este punto de vista, existe todo un conjunto de resguardos normativos y operativos que desde el ámbito internacional y nacional se toma a los efectos de hacer una lucha eficaz contra las diversas maneras como la corrupción en las políticas públicas se pueden producir, con particular énfasis para los agentes y/o funcionarios públicos y, por ello, alcanzado con ellas, los comportamientos de los jueces.
A tales efectos basta recordar el aporte de Robert Klitgaard cuando indicaba los aspectos que hacen de soporte teórico para la práctica corrupta, señalando la siguiente fórmula: ‘Corrupción (igual) Monopolio (más) Discrecionalidad (menos) Responsabilidad’; y que revisadas dichas variables a la luz de la práctica judicial se advierte el humus suficiente para el desarrollo de prácticas corruptas.
Huelga indicar que la potestad jurisdiccional es un monopolio de los jueces y, para ello, pueden utilizar la fuerza pública; así como gozan los jueces de una amplia discrecionalidad para decidir subjetivamente en el marco de la ley y del derecho -sin arbitrariedad alguna- los conflictos que se les presentan y conociendo como corresponde, que no podrán ser enjuiciados por el contenido de sus sentencias, siempre que no se demuestre un dolo evidente en ello. Como que también la responsabilidad que se genera por sus comportamientos difícilmente habrá de alcanzar las condiciones que autoricen la expulsión del espacio judicial.
Frente a dicho diagrama de los vectores posibilitantes de las prácticas corruptas por los jueces es que hay que sumar a la malla protectoria ciudadana otros componentes que la fortalezcan, para lo cual los desafíos de una ética judicial activa y no meramente decorativa y pacata son realizaciones que hay que promover y realzar.
Los poderes judiciales de Argentina, en general, tienen una elevada deuda con dicha materia y les cuesta encontrar el momento a los jueces para introducir debidamente la cuestión en sus agendas públicas, luego poder debatirlas como corresponde y finalmente ejecutarlas, todo ello como una mejor garantía de confianza de la ciudadanía en el colectivo judicial.
Sin ello, los otros esfuerzos de mejoramiento de sistemas y procesos judiciales, de mayor celeridad en los resultados judiciales, de propensión a la digitalización y despapelización, de prácticas judiciales que aumenten la inmediación y presencialidad de los actores, de la mayor y valiosa mejora en la infraestructura judicial en sentido lato; serán todas ellas excelentes medidas que sin duda habrán de hacer que el decorado del escenario sea superior al anterior, pero en realidad un poder judicial no es una cuestión de escenografías sino de actores y que en ese hic et nunc son los jueces. Cualquier buen escenario es siempre menor frente al mejor desarrollo escénico del actor. No se trata sólo de mayores condiciones de habitabilidad, funcionamiento, operatividad y logística lo que requiere un poder judicial; antes de todo ello debe tener jueces que asuman un compromiso público por sus actos, mostrando con constancia y perdurabilidad que son personas con profundas responsabilidades éticas y que, por lo tanto, a ellas no las negocian, truecan o resignan.
Naturalmente, dicha suma de condiciones, en modo alguno extraordinarias, hablan de un juez que éticamente está protegido y que por lo tanto tiene menos espacio para desviarse en prácticas corruptas. Mas para acompañar dicho proceso de fortalecimiento de la práctica judicial honorable los jueces deben comprender que dentro de los instrumentos positivos que a ello pueden colaborar se encuentran los códigos de comportamiento ético en general, no importando ahora si su formato es de código, reglas, principios, catálogo o decálogo; al final de cuentas lo que vale es su existencia y naturalmente su ejecutividad.
Seguramente gran parte de la devaluación o simple ignorancia que los jueces -no de la provincia de Córdoba- pueden tener de la ética judicial y también de los códigos de comportamiento ético encuentre algún asiento en la manera sin duda poco científica y también romántica con que muchas veces se hace el abordaje del problema. A ello se suma el bajo espíritu de diálogo que a este respecto ha podido existir.
Sin duda existen personas que integran cualquier poder judicial y que no tienen condiciones morales para ello, descontando las académicas, que pueden ser sobradas; pero la gran mayoría de sus integrantes son personas de otro tono moral. Son individuos que no quieren ocultar su condición de juez sino que, orgullosos de ella, la llevan y muestran allende los espacios judiciales.
Esos jueces son los que tienen que ingresar en una sintonía de que puedan visualizar por ellos mismos, y más allá de su propia formación científico-jurídica, que la sociedad no es indiferente a sus prácticas habituales y a la manera en que socializan éstas. Los jueces no son casta de nada, sí son hombres y mujeres con mayores responsabilidades éticas que quienes no lo son, y por ello es que sus comportamientos profesionales y los de la vida corriente están alcanzados por un panóptico social que no visualiza a otros actores sociales.
Dicho panóptico social, a su vez, si no es trasladado operativamente a un panóptico ético-judicial, resultará de baja utilidad. De qué serviría a la sociedad civil conocer comportamientos no éticos de los jueces si nadie se habrá de ocupar de intentar hacer algo por su rectificación. Con ello resulta evidente, también, que el mero hecho de tener un poder judicial un código de comportamiento ético no es garantía de nada sino sólo la muestra de un trabajo académico, en el mejor de los supuestos.
Sin la existencia de un tribunal de ética judicial que pueda hacer juzgamientos deontológicos de los nombrados comportamientos de los jueces, la figura completa y perfecta del círculo no se cierra y ello es lo que ha ocurrido no sólo en muchas provincias argentinas sino en países extranjeros: la dificultad de encontrar personas que puedan ser auténticamente jueces del comportamiento ético de los jueces. Nunca esa tarea es sencilla, a veces es imposible y finalmente también en muchas ocasiones se camina a tientas.
Así, decimos que códigos de comportamiento ético, tribunal ético y resoluciones éticas son el conjunto suficiente para que el panóptico social encuentre un correlato suficiente, y los jueces se sientan también cada día más honrados por la delicada misión que tienen: generar concordia mediante la entrega de lo suyo a cada quien, fortaleciendo con ello la confianza pública y haciendo así una pedagogía social constante.