La memoria infantil atesora recuerdos que se agigantan con el tiempo. Esto ocurre con las remembranzas de Edmundo Heredia, quien revive las experiencias de pantalones cortos sucedidas en Argüello, barrio de profundidades afectivas porque en él pasó su infancia y adolescencia.
Desde la serenidad de su retiro académico, evoca como si fuera el presente: “12 de julio de 1941. Tengo seis años de edad. Por la mañana, bastante temprano, alguien me dice que en la calle de la estación hay granaderos. ¡Y a caballo! Es totalmente inverosímil, pero la curiosidad pica en la mente. Allá voy y es cierto. Granaderos a caballo, como los de San Martín, llenan la avenida de los plátanos gigantescos a la altura de la estación de trenes y de la `Casa de las Estatuitas´. Los caballos resoplan y sacan chispas con sus cascos al repicar sobre el asfalto. Han llegado esa madrugada soldados y equinos desde Buenos Aires por ferrocarril.
Llego a tiempo para la ceremonia con banda y desfile. Nunca se había visto cosa así en Argüello. Para muchos, como a mí, los granaderos dejan de ser una leyenda que presentaban los textos escolares y que encendían las devociones patrióticas para ser algo concreto, visible y colorido. Yo había conocido a los granaderos en mi prehistórico viaje a Buenos Aires, cuando visité el mausoleo donde están los restos del prócer en la Catedral de esa ciudad. Pero en esta ocasión se trata de algo totalmente distinto, porque una cosa es ver un granadero en la triple monumentalidad de mausoleo, catedral y metrópolis, y otra en el lugareño, recóndito, humilde y desconocido pueblo de Argüello”.
Heredia, comprobaba así, con ojos bien abiertos, que los hasta entonces soldaditos de plomo eran seres de carne y hueso, aunque en su porte y su planta se asemejaban a figuras estatuarias que, eso sí, se diferenciaban de las otras broncíneas o marmóreas por el colorido de los uniformes.
Muy cerca de él estaba la bandera de ceremonias de su escuela, la Escuela Nacional N° 153 de Saldán, escoltada por sus compañeros y maestros. Dos placas de bronce habían quedado al descubierto adheridas al alto monolito que homenajeaba al teniente general Donato Álvarez, cuyo nombre se acababa de dar a la avenida convertida en una trama de construcciones y vehículos. Todo ocurría dentro del marco de la Primera Semana de Córdoba, en conmemoración de los 368 años de la ciudad. Luego subiría al improvisado podio el intendente de Córdoba, Donato Latella Frías, quien pronunciaría el último de los muchos discursos que dirigiera a partir del día 5. A continuación harían lo propio el general Arturo Rawson, el mismo que dos años después asumiría la presidencia de facto de la República por unos días, sin prestar nunca juramento; el señor Rafael Berrotarán y el historiador Gontrán Ellauri Obligado, uno de los autores de ese precioso Álbum de Córdoba de 1927.
La mirada de Heredia choca con la realidad cuando expresa: “Hoy el monolito queda inadvertido para el transeúnte porque está semioculto por varias columnas de electricidad y teléfono, casi invadido por la maleza y, ocupando el lugar de respeto, una pequeña montaña de bolsitas de basura y desperdicios sueltos, como una especie de marco olvidatorio”.
Donato Álvarez fue un militar con 58 años de servicio activo. Nacido en1825, en Esquina, “un veterano de todas las luchas argentinas, desde Obligado hasta la Campaña al Desierto”.
En realidad, antes de la patriada frente a la flota anglo-francesa, Álvarez ya había participado en combates contra los aborígenes y estaría presente en jalones de la historia bélica como Caseros, apoyando el pronunciamiento de Urquiza, Cepeda, Pavón, la persecución de López Jordán por la provincia de Entre Ríos, muchas de las más importantes batallas de la guerra del Paraguay y la sofocación de la Revolución del Parque en 1890, siguiendo al general Levalle en su tarea de aplacamiento de la revolución de Alem. Falleció, a los 88 años, el 23 de setiembre de 1913.
Fue entre 1939 y 1950 cuando el epicentro generador que bullía en Argüello se expandió hacia los campos adyacentes, dando origen a loteos como los de Quintas de Argüello, Parque Corema o Granja de Funes, entre otros. También se llenaría del rumor de los motores del recordado Circuito de La Tablada, escenario de legendarias competencias automovilísticas que hacen a la historia de la llamada mecánica nacional.
Pero otra institución del deporte, con su historia ya forjada, llegó un día a Argüello para sentar aquí sus reales. Fue Argentino Peñarol, el viejo club nacido en Pueblo San Martín, fundado en el lejano año de 1908, que encontró en Argüello el sitio apropiado para su cancha de fútbol.
De esta manera se arraigaba en el barrio una de las asociaciones deportivas más antiguas de Córdoba. Traía una tradición de fervorosas hinchadas, desde los tiempos en que el famoso Eleolo, el fanático mayor de Peñarol, gritaba con imponente vozarrón desde las tribunas adictas, en especial en los clásicos partidos con Huracán, el rival por excelencia : “¡A la carga Peñarol!”.
Un grito de guerra que enfervorizaba a jugadores y seguidores del club de Argüello.