Arturo Umberto Íllia gobernó la República Argentina en un tiempo difícil, complejo. Tiempo en que no estaban saldadas las consecuencias de los enfrentamientos propiciados por el peronismo, primero y, que generó la Revolución Libertadora y el vacilante Arturo Frondizi, que llegó al poder abrazado a promesas contradictorias, todas de difícil cumplimiento.
Si era complejo el escenario interior, las tensiones de la Guerra Fría avanzaban sobre las decisiones soberanas de los Estados. Washington, erigido en tutor regional, no sólo aspiraba a dictar la política exterior regional sino determinar los perfiles de los gobiernos de cada uno de los países integrantes del sistema interamericano de defensa. Presión que incrementó tras la crisis de los misiles en Cuba y la derrota de Playa Girón, que había despertado una renovada corriente de adhesión a la Revolución Cubana. Por eso, el presidente Lyndon B. Johnson –que había llegado a la Sala Oval tras el magnicidio de Dallas- profundizó la Alianza Para el Progreso, transformada en apéndice de la CIA, y relanzó su política intervencionista en el marco de la doctrina de las “fronteras ideológicas”. Esquema por el cual transformaba en verdaderos “ejércitos de ocupación” de sus propios países a las fuerzas armadas de toda América Latina.
La invasión norteamericana a Santo Domingo –que derrocó al presidente dominicano Juan Bosch- en abril de 1965 conmovió a todo el continente con gran repercusión en el plano político interno argentino. Las plazas y tribunas se llenaron de voces. La sociedad civil debía enfrentar la poderosa maquinaria publicitaria creada en torno de la figura de John Kennedy que vendía “pescado podrido”. El hombre de la calle asumía como suya la propuesta de los Estados Unidos de crear una Fuerza Interamericana de Paz para intervenir con rapidez donde hubiere “gobiernos díscolos”, tal como ocurrió en Brasil, el año anterior, ante el ceño fruncido del presidente de la Nación.
La batalla parlamentaria en Argentina apasiona. La mesa de entradas de la Cámara de Diputados de la Nación se abarrotaba ante el ingreso masivo de proyectos que condenaban al desembarco y pedidos de interpelación a Zavala Ortiz y al ministro de Defensa Nacional, Leopoldo Suárez. La mayoría de los diputados oficialistas coincidió en impedir el envío de soldados a la República Dominicana, aunque mostraron diferencias respecto de rechazar o apoyar la constitución de una Fuerza Interamericana de carácter supranacional.
Fuera del ámbito parlamentario el conflicto se agudizaba. La democracia, con su vigoroso bullicio, llevó el debate a las calles y plazas. Convocados por la Federación Universitaria Argentina, la CGT y la Liga Humanista, miles de argentinos marchaban hacia el ágora. Buenos Aires, Córdoba, Rosario, Tucumán, Santa Fe y Bahía Blanca ocuparon la vanguardia. Desde los palcos bramaban los oradores. Estaban todos.
Arturo U. Illia decidió, por sí mismo, desmovilizar el contingente reunido en Mar del Plata. Paso a retiro a Juan Carlos Ongania al que aplicó 30 días de arresto y ordenó que en todas las fortalezas se salude con una salva de 21 cañonazos al pabellón dominicano.
Las banderolas del peronismo, socialistas argentinos, comunistas, demócratas cristianos, intransigentes y hasta la de la Unión Cívica Radical del Pueblo se entrelazaban en la denuncia. La tragedia sobrevolaba el acto de Buenos Aires. Un grupo terrorista, identificado como miembros del servicio de inteligencia de la marina y escudados tras el estandarte de San Jorge, asesinó a Daniel Horacio Grinbank, un estudiante de medicina y tiroteó al diputado Paulino Niembro, dirigente sindical de la UOM, para acallar su voz. En los mentideros políticos se aseguró que había otros dirigentes a asesinar, mientras crecía el rumor de que en Córdoba se asesinaría a “un amigo dilecto del presidente” que tiene “pésima relación” con la jerarquía eclesiástica. ¿Habrá sido el gobernador Justo Páez Molina?
Tras frustrarse las sesiones del 6 y 7 de mayo, el día 14 la Cámara de Diputados se expidió en contra de la injerencia de Estados Unidos, ratificando los principios de no intervención y autodeterminación de los pueblos, exigiendo el inmediato el retiro de las tropas estadounidenses y aclarando la competencia exclusiva del Parlamento para decidir el traslado de tropas argentinas. La sesión culminó con un alborozado abrazo de los diputados de la Unión Popular, la UCRI, el MID, el Socialismo Argentino, la Democracia Cristiana, felicitando la hidalguía de los diputados de la Unión Cívica Radical del Pueblo. Eran, por cierto, otros tiempos del Parlamento de los argentinos.
De la vereda contraria, las fuerzas armadas continuaban su presión. Ongania discutía fieramente con el presidente de la Nación. Le avisó que ya estaba reunido un contingente de 4.500 hombres dispuestos a marchar, con o sin autorización presidencial, rumbo al Caribe. Junto a ellas se formaron entidades visceralmente anticomunistas que justificaban la intervención norteamericana.
Posición asumida por el Frente Latinoamericano Anticomunista, la Federación Argentina de Entidades Democráticas Anticomunistas (Faeda), el Comité Nacional de Acción Liberal Argentina, la Acción Revolucionaria Anticomunista (ARA) y un grupo de ciudadanos, de enorme tradición antinacional, entre los que se contaban Marcelo A. Arnada, Cosme Béccar Varela, Damián Béccar Varela, Julio G. Aranguren, César Bunge, Eduardo M. García Bosch, Uriel O’ Farrell, Juan O’ Farrell, Juan Carlos Della Paolera, Raúl Zavalía Lagos, Alberto Zavalía Lagos, Patricio Zavalía Lagos y Ernesto Pueyrredón, entre muchos otros.