Por Ismael Arce. Licienciado en Historia.
Hace pocos días tuvimos acceso a un artículo periodístico del diario ABC de España titulado “Mujica, el presidente más pobre”. A pesar de que la nota tenía ya varios meses de publicada, no dejó de sorprendernos y –afortunadamente- hacernos reflexionar.
Muy a grandes rasgos el artículo comenta que el presidente uruguayo José “Pepe” Mujica vive en una chacra (que él mismo cultiva y atiende) en las afueras de Montevideo.
El primer mandatario del país vecino tiene asignado un sueldo de doscientos cincuenta mil pesos uruguayos (aproximadamente unos doce mil quinientos dólares), de los cuales dona 90% a fondos de ayuda social. Utiliza un humilde Chevrolet Corsa como vehículo oficial de la presidencia. Como la chacra en la que vive es de propiedad de su esposa, su único bien propio (religiosamente declarado) es un VW Fusca (“Escarabajo”) color celeste; eso sí, muy bien mantenido (invitamos a los lectores a buscar en Internet imágenes de ese vehículo, valuado en US$1.945).
Si se nos permite, transcribiremos la respuesta de Mujica a esa noticia del diario español. Dijo el jefe de Estado: “Yo no soy pobre; pobres son los que creen que yo soy pobre. Tengo pocas cosas, es cierto, las mínimas, pero sólo para poder ser rico. Quiero tener tiempo para dedicarlo a las cosas que me motivan. Y si tuviera muchas cosas tendría que ocuparme de atenderlas y no podría hacer lo que realmente me gusta. Ésa es la verdadera libertad, la austeridad, el consumir poco (…) entonces sí tenemos tiempo para lo que realmente nos entusiasma. No somos pobres”.
Superado el shock que nos produjo esta lectura, lo primero que nos preguntamos fue en qué momento perdió nuestro país la sencillez y la humildad bien entendidas; aquellas virtudes que nos alejan del boato, el lujo y la opulencia.
En estos días próximos al homenaje de los argentinos a la victoria obtenida por el Gral. Manuel Belgrano en Tucumán parece que olvidamos por completo la austeridad con que siempre vivió el creador de nuestra bandera y la pobreza absoluta en la que murió (aunque esto también sea puesto en duda en la actualidad por los iconoclastas de la historia nacional, mal llamados “revisionistas”). ¿Todos los discursos pronunciados, los libros escritos y leídos, todas las referencias a las virtudes de nuestros próceres han resultado ser nada más que declamaciones vacías de contenido?
A poco que revisamos nuestro pasado, al menor por repetición de casos, la respuesta parece ser positiva. Son tan pocos los gobernantes nacionales, provinciales e incluso municipales que han hecho de la austeridad personal y pública una verdadera política de Estado que sus ejemplos no logran torcer la tendencia al lujo desmedido, a gozar de un verdadero ritual de honor que se asemeja más al protocolo de una monarquía que al de una república.
Si bien creemos que esas demostraciones y hasta ostentaciones de poder pueden inscribirse en esa lógica del “gobernar-dominar” -que tanto preocupaba a Michel Foucault, porque dan al pueblo una sensación de pasmosa superioridad del gobernante, al punto que la sociedad experimenta un adormecimiento que la lleva a tomar con naturalidad lo que debería escandalizarla o molestarla. Al mismo tiempo, genera un irrefrenable deseo de ser algún día, también, gobernantes y experimentar ese alucinógeno brebaje que sólo unos cuantos pueden paladear, si es que tienen la dicha casi celestial de que, nosotros -el resto de los ciudadanos- los honremos con un mandato (figura jurídica de la que nada sabemos, por lo que puede verse) al que muchas veces no saben (o no quieren) cumplir.
Y ese mandato republicano no está relacionado con el lujo, la pompa y un boato desmesurado, sino que, así al menos nos lo enseñaron, lo está (o debería estarlo) con la sencillez y la austeridad que desde lo más profundo del tiempo, el mundo occidental ha asimilado con Catón, el Censor, y su espíritu cercano al ascetismo.
¿Qué fue de todos los principios éticos y morales tantas veces demandados? ¿Qué nos ha sucedido como sociedad, como nación, que ya no deseamos vivir permanentemente al abrigo de la decencia, la honradez y la probidad?
No pretendemos que todos los funcionarios argentinos imiten a “Pepe” Mujica; no pedimos que donen sus salarios. Pero sí nos atrevemos a sugerirles a todos ellos, del primero al último, que reflexionen y -al menos en eso, imitando al presidente uruguayo- adviertan que hay muchos argentinos que tienen mucho menos que ellos (y nosotros) y que esa realidad no debe ofenderlos, sino, por el contrario, ayudar a tomar plena conciencia de la trascendental tarea que la ciudadanía les ha encomendado y cómo deben llevarla adelante.
Cuando los gobernantes hayan comprendido que la política es servicio al prójimo, que están administrando recursos de todos, que están en funciones como mandatarios de millones (incluyendo a quienes no los votaron) de ciudadanos que necesitan ejemplos, valores y no meras imágenes demostrativas de poder, de riqueza, de abundancia.
Ahora bien, lo que les reclamamos a todos los gobernantes argentinos es también válido para todos nosotros.
No le alcanza a un país que quiere crecer y progresar con llenarse la boca abominando de los dirigentes políticos, sociales, etcétera. No debemos olvidar que los gobernantes, sindicalistas, empresarios, etcétera, no surgen por generación espontánea sino que son producto de nuestra sociedad.
Entonces, los defectos de ellos son nuestros defectos, nuestras falencias. Si quienes nos gobiernan no cumplen sus funciones como deben es porque provienen de una sociedad permisiva, poco comprometida, que ha llevado el “no te metás” y el “yo, argentino” al nivel de verdaderos dogmas de fe, verdades reveladas sacrosantas y –lamentablemente- inmodificables.
No personalizamos en nadie estas reflexiones; no generalizamos; pero, al mismo tiempo, no podemos dejar de pensar y lamentar que ejemplos como el del presidente del Uruguay no sean frecuentes, no se multipliquen, no se transformen en lo habitual en un país que tiene potencialidades asombrosas en todos los aspectos, pero, a la par, nos deja ver facetas rayanas con lo miserable. No compartimos la ideología de “Pepe” Mujica. Sin embargo, esto no empece a que valoremos su coherencia, su humildad y ese estilo tan particular de hacer política desde el llano, codo a codo con sus paisanos, en alpargatas, desandando su mandato presidencial a pie o a bordo de su “lujosísimo” VW Fusca.
Ese camino que el pintoresco gobernante oriental ha elegido recorrer merece no sólo ser imitado; más allá de ideas hoy difícilmente catalogables de “derecha” o de “izquierda”, “conservadoras” o “liberales”, hay que valorar a los pragmáticos de la política, como “Pepe” Mujica. Porque ser pragmático y práctico no es un defecto ni un estigma.
Cuando esa practicidad se une a la seriedad, la coherencia y la honradez un gobernante ha reunido casi todas las virtudes en su persona. Dichosos los pueblos por ellos gobernados…