Por Ismael Arce. Licenciado en Historia
Como expresa Ricardo de Titto, “la Revolución de Mayo es uno de aquellos pocos episodios del que la gran mayoría de los argentinos se siente orgullosa, recuerda los hechos inculcados en la escuela y conoce a su principales protagonistas” (1).
Ese conocimiento nos excusa de reiterar la cronología de los sucesos de Mayo de 1810 y sus consecuencias y de centrarnos en sus actores. La amplia divulgación de aquellos hechos nos permitirá incursionar en algunos aspectos de la Revolución que no son demasiado conocidos, sino -antes bien- soslayados (principalmente en el ámbito escolar).
Sin dudas, este repaso de “novedades” no podrá ser todo lo completo o abarcativo que nos gustaría, pero al menos servirá para advertir que no todo se dice o se conoce sobre nuestro proceso revolucionario de 1810.
A nosotros, los argentinos, nos fascinan tanto las polémicas que todo nos proporciona motivos para practicar esa especie de deporte nacional. Y la Revolución de Mayo es uno de ellos. A esa “práctica deportiva” recurriremos en esta primera parte. Sin embargo, utilizaremos sólo dos y brevemente: la lluvia y los paraguas del veinticinco, y lo relacionado a la llamada “máscara de Fernando VII”.
Desde pequeños los nativos de estas tierras y quienes en ellas se han educado nos acostumbramos a dibujar, observar, recortar, pegar, etcétera, la imagen de un grupo de hombres y mujeres con paraguas, firmes ante el Cabildo porteño aguardando las noticias inminentes, pese a la pertinaz llovizna que los acosaba. La disputa intrascendente sobre si eso era posible ha consumido miles de litros de tinta y toneladas de papel. Se deja de lado el rol de esa gente, el grado de movilización que los revolucionarios lograron desplegar, el papel de la mujer en esa sociedad colonial, etcétera. Los sofistas de la historia argentina ven en ello otro ejemplo de la manipulación del pasado llevado a cabo por la historiografía tradicional, la de la Academia Nacional de la Historia. La réplica, igualmente vacía de contenido, consiste en hacernos pensar que el gran pueblo de Buenos Aires se había lanzado masivamente a las calles. Creemos que no es ni lo uno ni lo otro. En rigor de verdad lo meteorológico, lo climático, lo malo del tiempo, fue la excusa que los miembros del Cabildo intentaron esgrimir para no concurrir al juramento de la Junta de Gobierno. Querer atribuir a la “historia oficial” el invento perverso de la lluvia del veinticinco es increíblemente infame y hasta ridículo y el ver en ese episodio histórico una participación masiva, activa y entusiasta del pueblo de la capital, lo es también. Aquel día las masas no asistieron, quizás porque no existían como tales (Buenos Aires tenía sólo unos cuantos miles de habitantes). Además, el concepto especial de pueblo aplicado en América se limitaba a la parte “más sana” de la población, a los propietarios; y ese concepto no incluía a las mujeres.
La polémica en torno a la “máscara de Fernando VII” es de una gran simpleza. Existen quienes creen que esa estrategia política fue una hipocresía tan grande que los ofende; para otros fue una actitud muy sensata. Y de nuevo los torrentes de tinta. Sin embargo, esa discusión estéril nos impide observar cuestiones mucho más trascendentes. En primer lugar, la Junta de Mayo sabía que Inglaterra (cuyo apoyo a la naciente república era imprescindible) no podía abandonar su alianza con España en su lucha contra Napoleón. Eso constituía una traba insalvable: las colonias españolas no contarían con la “señora de los mares” de su lado, al menos como defensora de su independencia, hasta que el emperador francés no fuese derrotado y el mapa europeo transformado. Por ello, los miembros de nuestro primer gobierno prefirieron la máscara (gobernar en nombre del rey), lo que era típico del fenómeno “juntista” español. Asimismo, el rey de Portugal, a la sazón casado con Carlota Joaquina (hermana de Fernando VII) residía desde poco tiempo antes en el cercano Brasil y la independencia absoluta del Río de la Plata no sería –muy seguramente- tolerada en esa corte. Y, fundamentalmente, se dejan de lado las graves y trascendentes decisiones de la Junta que se tomaron en nombre del rey prisionero. Por ejemplo, “los sagrados derechos del Rey y de la Patria han armado el brazo de la justicia y esta Junta ha fulminado sentencia contra los conspiradores de Córdoba”, comienza diciendo una orden de fusilamiento dictada por nuestro primer gobierno.
La difícil situación que vivió nuestro país durante varios años después de la Revolución facilita –creemos- la comprensión de la denominada “máscara”. Pero el camino hacia la independencia total ya no se detendría.
Dejemos de lado la práctica nacional de la polemización. Vayamos a los aspectos desconocidos; al menos a dos de ellos, en honor a la brevedad.
La composición de la Junta de Gobierno, con nombres archiconocidos y aprendidos de memoria por nuestros escolares fue producto de una verdadera coalición política, fruto de difíciles negociaciones que culminaron en las primeras horas del veinticinco. Así, vemos al Partido de la Independencia y Martín de Álzaga como representantes de sectores políticos, económicos y sociales claramente definidos, actuando ya con un programa. Saavedra es un pragmático y callado personaje, pero que cuenta con el apoyo de las milicias conformadas por sectores populares. Moreno es la antítesis de Saavedra: exhibe solidez teórica y fundamenta sus propuestas políticas y económicas con documentos claros y bien estructurados. Todos estos sectores, dejando de lado momentáneamente sus diferencias, compartían el mismo criterio en cuanto a la formación de una Junta, que significaba la instauración de un gobierno local sin virrey. Por eso veremos representantes de los diferentes sectores de la vida porteña y hasta españoles en la Primera Junta: la composición de nuestro primer gobierno era el fruto de dos años de intensas negociaciones. Ese tiempo demandó “la maduración de las brevas”. La Revolución de Mayo, en definitiva, fue resultado de un proceso político y no obra de una inspiración instantánea.
¿Recordamos a French y Beruti? Es posible que así sea, pues sus tareas en esas jornadas históricas nos fueron enseñadas: repartir escarapelas celestes y blancas. No entraremos en la discusión sobre la veracidad de ese hecho y el significado de los colores elegidos. Sí diremos que su papel tanto -el 22 como el 24 de Mayo- en buena medida aseguró el triunfo del proceso revolucionario. El día en que se celebró el Cabildo Abierto (que no era novedad en Buenos Aires) nuestros personajes se presentaron al frente de unos 600 hombres en las cercanías del histórico recinto. Eran los “chisperos” o “Legión Infernal” o “los Manolos”. Estaban bien armados y llevaban cintas blancas en el sombrero. Su decisión y resolución era total, irrefrenable. Pero ¿qué hicieron? ¿qué papel jugaron? Su rol fue fundamental a la hora de determinar quiénes asistirían realmente a las sesiones del Cabildo el día 22. En efecto, estando en condiciones de concurrir unos tres mil vecinos, se libraron alrededor de 500 invitaciones y concurrieron sólo alrededor de 250. La presencia de los “chisperos” favoreció la asistencia de vecinos “confiables” y, por lo menos, desalentó la presencia de los identificados con el Virrey. Este último denunció poco después de su caída que las huestes de French y Beruti fueron más allá de estar presentes, ejerciendo presión, intimidación y quizás algo peor.
Poco después, el 24 de Mayo, el Cabildo nombra una Junta presidida por Cisneros. Los futuros revolucionarios y las fuerzas armadas al mando de Saavedra los obligan a renunciar. Sin embargo, los capitulares rechazan la renuncia de esa Junta, creyendo contar con el apoyo del ejército, que el día anterior había avalado a ese gobierno. Apenas se difunde la noticia, la “Legión Infernal” se pone en movimiento, llegando incluso a penetrar en el edificio del Cabildo. Con ello, las fuerzas armadas retiran su apoyo al Cabildo, ya no bastaba la renuncia del Virrey. La Junta del 24 debía irse. Luego, con la firma de 409 ciudadanos se presenta la “Lista del Pueblo” con los nombres de los integrantes del gobierno que juraría el día 25. La Revolución se había consumado, pero su éxito no estaba asegurado. Como vemos, el papel de French y Beruti excede con creces el mero reparto de escarapelas y también podemos comprobar que la Revolución de Mayo no fue ni un juego ni un paseo al sol.
Desde esa jornada memorable ya nada será igual, todo será diferente. La Revolución cambia el gobierno y quienes gobiernan; cambian las estructuras del Estado y el régimen político e institucional; deja aflorar a la superficie las tendencias económicas que estaban “sepultadas” bajo el sistema colonial; se consolida la hegemonía de los criollos; Inglaterra reemplazará a España en cuanto a las relaciones diplomáticas y comerciales más importantes.
Doscientos un años han transcurrido desde entonces y sería bueno preguntarnos si somos dignos herederos de los revolucionarios quienes, con fe, esperanza y decisión jugaron su suerte en un movimiento que pronto demostraría sus dificultades, los sacrificios que demandaría y que costaría mucha sangre.
La realidad nacional nos hace dudar de esos merecimientos. Si bien el mismo proceso revolucionario engendró algunos de nuestro males de hoy, como la preeminencia absoluta del Poder Ejecutivo, con el agregado de un escaso respeto a los otros dos pilares de la República, a su vez producto de la tradición hispánica y de la lejanía de su imperio, nos hemos encargado de llevar esa errónea práctica al punto de convertirla casi en una costumbre. Ningún gobernante admite ser controlado, ninguno parece dispuesto a respetar al Congreso, etcétera, etcétera.
Cuando efectivamente nos decidamos a ser una verdadera república, respetando la libertad, el derecho y la justicia y hagamos realidad los sueños de cambio de los hombres de Mayo, aquel sacrificio inconmensurable recobrará parte del sentido que nos hemos empeñado en soslayar y podremos con orgullo llamarnos realmente argentinos.
1) DE TITTO, Ricardo: “Los hechos que cambiaron la historia argentina en el siglo XIX”, Ed. El Ateneo, Buenos Aires, 2006, pág. 49.