En las últimas semanas, muchas publicaciones a lo largo y ancho del orbe se han hecho eco de las destrucciones de monumentos por parte del grupo yihadista Estado Islámico (EI). Su última víctima al presente ha sido un sitio arqueológico en la milenaria ciudad del imperio Parto de Hatra, declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.
Se trata del tercero destruido en el norte de Irak desde finales de febrero de este año. Antes de eso se habían ensañado con la antigua ciudad asiria de Nimrud, y con el Museo de la Civilización de Mosul. En todos esos lugares se destruyeron monumentos irremplazables para la humanidad.
El grupo destructor justifica sus actos tachándolos de “ídolos”, incompatibles con su creencia religiosa. Invocan a modo de excusa a Alá y las normas de la religión islámica. Sin embargo, en los muchos países de esa religión, aun los más ortodoxos -con la sola excepción de los talibanes en Afganistán hace una década y media-, ese tipo de monumentos son preservados, cuidados y exhibidos con orgullo.
Ello deja en evidencia que, en el caso que comentamos, no es más que un vandalismo ejercido bajo el falso pretexto de una justificación religiosa, que refleja la barbarie de querer suprimir toda manifestación de creencias diferentes.
¿Y por casa cómo andamos?.. La destrucción de monumentos históricos puede parecernos algo de guerras y sitios lejanos, pero tenemos entre nosotros nuestra versión cordobesa del tema. Claro que no por motivos religiosos sino por el vil metal. Y aunque se pueda afirmar, con razón, que lo que allá ocurre es más grave, porque persigue la eliminación de modos de pensar distintos, los efectos nocivos sobre el patrimonio cultural y la memoria social no difiere tanto entre uno y otro accionar.
Hay entre nosotros, y de larga data, una desidia social, primero, y gubernamental, luego, respecto de la conservación de inmuebles de valor patrimonial. Nuestra ciudad podría tener un casco céntrico con construcciones de los siglos 16 ó 17 perfectamente. En lugar de eso, lo más antiguo que puede apreciarse, salvo contadas excepciones, son edificaciones del siglo 19. Que no son muchas. El grueso de las edificaciones es propio del siglo 20.
Ni en Londres, que padeció los bombardeos de la Luftwaffe alemana durante la Segunda Guerra Mundial, tiene en su centro histórico tantas nuevas edificaciones como nosotros, que no pasamos por bombardeo o guerra alguna.
En tal sentido, queda claro que la codicia inmobiliaria resulta más destructiva por estas tierras que las bombas lanzadas desde el aire.
Es difícil poner un hito desde cuándo pasa esto. Quizás porque ha sido una constante de todas las épocas. Muchas de las galerías céntricas y edificios están erigidos sobre antiguos solares de conventos de órdenes religiosas. Para no irnos muy lejos, en el año 2010 hubo 365 expedientes en la Municipalidad para demoler antiguas edificaciones. Un año después se superaron 400.
No es una práctica que se reduzca al centro. Poco y nada queda en el presente de las señoriales construcciones del barrio de Nueva Córdoba, reemplazadas por altos edificios de minúsculos departamentos. Lugares como Alta Córdoba, Cerro de las Rosas, Alberdi, San Martín, Cofico y San Vicente son los nuevos rumbos que esos “ventarrones fenicios” -como alguna vez los denominó Efraín U. Bischoff- han puesto en su destructiva mira.
Esperemos se aplaquen. O mejor aún, sean aplacados por quienes deben ponerlos en caja.
* Abogado. Doctor en Ciencias Jurídicas.
** Abogado, magister en Derecho y Argumentación Jurídica