Un héroe olvidado. Asumió el liderazgo de una ciudad en caos frente a un mal incurable.
Por Luis R. Carranza Torres
Nuestra memoria colectiva es pródiga en olvidos. José Roque Pérez es uno de ellos. Es bueno recordarlo. Sobre todo en estos tiempos en que la noción del servicio público anda cabizbaja.
Nació en Córdoba, un 15 de agosto de 1815. Aquí empezó con su educación, que completaría luego en Buenos Aires. Su familia se había trasladado allí en busca de otros horizontes. Fue entonces al Colegio de Ciencias Morales, luego a la universidad y por último a la Academia de Jurisprudencia -en donde obtuvo su título de abogado-.
Sus primeros pasos fueron en el ámbito de la organización judicial. Fue entonces Defensor de Pobres en lo Civil y Censor en la Academia de Jurisprudencia. Con Rosas y su gobierno tuvo sus idas y vueltas. Primero el Restaurador de las Leyes lo cesó en sus cargos por sospechar que tenía simpatías unitarias. Pero su ministro de Relaciones Exteriores, Felipe Arana, le brindó su protección designándolo en ese ministerio.
Siguió en la Academia de Jurisprudencia y, luego de la caída de Rosas, fue designado brevemente como ministro de Relaciones Exteriores por el gobierno de Vicente López. Para entonces su actuación se había orientado al derecho penal. Su destacada actuación como defensor en dicho ámbito lo llevó a ser nombrado juez de primera instancia en lo criminal y a encomendarle la redacción del Código Penal. La Universidad de Buenos Aires lo designó en 1857 profesor de Derecho Natural y de Gentes.
Si bien habían existido otras epidemias de fiebre amarilla en Buenos Aires durante los años 1852, 1858 y 1870, la del siguiente año fue, por lejos, la peor de todas. Obligó a huir de la ciudad a dos tercios de su población y mató 8% del total de ciudadanos. En una urbe en que los fallecimientos no llegaban a 20 personas diarias, la epidemia los llevó a la apabullante cifra de más de quinientos por jornada, en su pico máximo. Se estima la cifra de los decesos por fiebre amarilla en unas 14.000 personas.
El 27 de enero de 1871 se conocieron en forma oficial tres casos de «vómito negro», como se le decía, todos ellos ocurridos en el barrio de San Telmo, lugar que agrupaba numerosos conventillos y gran hacinamiento poblacional en condiciones de salubridad paupérrimas. Y aunque Buenos Aires era por esa época sede no sólo del gobierno nacional sino también del de la provincia de Buenos Aires, ambos estratos de autoridad “se tomaron el raje”. Tanto el presidente Sarmiento como el gobernador Emilio Castro prefirieron gobernar a la distancia.
Otro tanto hizo la Comisión Municipal, presidida por Narciso Martínez de Hoz quien, contra la opinión de médicos de la talla de Luis Tamini, Santiago Larrosa o Leopoldo Montes de Oca, se negó a dar a publicidad la existencia de la epidemia.
Ante la acefalía gubernativa general, a instancia de una campaña en la prensa iniciada por el periodista Evaristo Carriego de la Torre, el 13 de marzo de 1871 miles de vecinos se congregaron en la actual Plaza de Mayo, por entonces “Plaza de la Victoria”, para designar una «Comisión Popular de Salud Pública». Entre los elegidos estaba José Roque Pérez, quien fue designado, además, como su presidente. Detalle no menor, que habla de su impronta y prestigio. No debe olvidarse que en esa comisión, entre otros, se hallaba el propio vicepresidente de la Nación, Adolfo Alsina, y el expresidente Bartolomé Mitre, además de Adolfo Argerich, el poeta Carlos Guido y Spano, el canónigo Domingo César o el sacerdote irlandés Patricio Dillon.
Carriego, en la prensa de esos días, expresó su gratitud: «Cuando tantos huyen, que haya siquiera algunos que permanezcan en el lugar del peligro socorriendo a aquellos que no pueden proporcionarse una regular asistencia».
La gestión de Roque Pérez no fue fácil. Para empezar, se desconocían las causas y cómo se transmitía la enfermedad. Se dispusieron centros sanitarios de emergencia, ante el colapso de pacientes tanto en el Hospital General de Hombres como de Mujeres, el Hospital Italiano y la Casa de Niños Expósitos. El puerto fue puesto en cuarentena. Por la noche, la policía de la capital recorría los lugares más afectados, cerrando con candados las casas abiertas de quienes habían huido. Las llaves se depositaban en la comisaría 14, a la espera del retorno de sus dueños. Se dispuso el entierro colectivo de cuerpos, su quema con cal y un nuevo cementerio.
Roque Pérez sabía lo que arriesgaba quedándose en la ciudad. Más aún, entendía que muy probablemente fuera contagiado, por lo que efectuó su testamento. Su premonición no era errada. El 24 de marzo de 1871 murió a consecuencia de la fiebre. Se convertía, de esa forma, en una víctima más de la epidemia.
En el cuadro de Juan Manuel Blanes Episodio de la Fiebre Amarilla se lo retrata junto al doctor Manuel Argerich, otra víctima de la epidemia, en ejercicio de las funciones de la comisión popular. Y si bien su presencia en la escena no es rigurosamente histórica (fue la policía la que encontró a la madre y su bebe en esa situación), sí es una metáfora acababa del grado de compromiso cívico que, ante la deserción de muchos, Roque Pérez y pocos más asumieron de cara a una sociedad necesitada de líderes capaces de capear el desastre.