Millones de personas –por estos días- ganaron las calles de Francia para levantar una valla infranqueable a la locura que sacudió a París el miércoles pasado. Los asesinos, embozados, al atacar la redacción de Charlie Hebdo pretendieron quebrar la voluntad de una sociedad que decidió ponerse de pie en defensa de la Libertad y la Democracia; en defensa de su derecho de pensar y decir, sin imposiciones de ninguna naturaleza.
Conceptos ajenos, por cierto, a la naturaleza demencial de quienes, aferrados a dogmas religiosos, fueron los responsables de las matanzas más crueles que se tenga memoria. Heridas que aún laceran y son motivo de nuevas carnicerías que rápidamente dejan paso a otras rivalizando en ferocidad y salvajismo. Tendencia lamentable que gana adeptos y se trasluce en todas las actividades del hombre. Por ello, prefieren y necesitan del silencio de los cementerios a la alegría del debate.
El fanatismo religioso –como el político- no es patrimonio exclusivo de nadie, es común a todos. La amenaza de la condena eterna y la exaltación de la culpa marcan el comienzo de la tragedia. Vendrá luego la hegemonía del pensamiento mágico, la supresión de las ideologías, la desaparición de los partidos políticos y la condena a muerte de los que se atreven a pensar diferente. Es el retorno del hombre a la Edad de Piedra. Lo quieren culturalmente débil. Temeroso de la secuencia del día y la noche, del flujo de las mareas, de la descomposición de la luz, de la naturaleza de los eclipses y las supercherías.
Frente a tamaña falacia, el humor y la sátira fueron los primeros recursos que encontró el hombre inteligente para reírse de sí mismo y sus temores. Cuando lo hizo ganó su primera gran batalla cultural; los sacerdotes condenaron la alegría. Ése y no otro fue el comienzo de la Libertad de Expresión. Por esa razón no admite reglamentación alguna. Es la consagración de la voz libertaria que se levanta en medio de un desolado paisaje. Los Goliardos, anatemizados por la jerarquía eclesiástica, prohibidos por reyes y emperadores, perseguidos por los dueños de tabernas y por maridos burlados, profundizaron esa brecha. Su aporte, de un profundo significado social y cultural, sirvió de vehículo a denuncias usando la risa como instrumento. Se rieron del señor feudal, de su mujer y su crianza, como de la pacatería de los actos oficiales; de las torpezas de la burocracia, de su inexplicable enriquecimiento, de los amoríos entre curas y obispos, y de la complicidad de la iglesia católica con hechos de corrupción, a la que denunciaron como sacrílega y falsaria.
Charlie Hebdo es heredera directa de esa enorme tradición jocunda que encontró continuadores de la talla de Georges Brassens. Heredera de los que se atreven a de decir las cosas que no se dicen. Libertad que el hombre debe ejercer sin límites, exhibiendo como armas letales sus ideas, un trozo de papel y un lápiz. Armas suficientemente poderosas para hacer temblar a los gobiernos que extravían el camino o hacen de la corrupción su método de acción política.
Las balas de las Kalashnikov que mataron a nuestros compañeros en su puesto de trabajo nos hacen saber que el humor es cosa seria. Ha sido así desde el comienzo de los tiempos. La primera carcajada que resonó en las cavernas o en los bosques iluminó el futuro. Desde ese momento la impertinencia, la broma, el chascarrillo ocupó parte del tiempo útil de nuestros ancestros.
Más tarde fue el tiempo de las imitaciones de movimientos y sonidos, y llegó la sátira para ocupar el centro de la escena de la mano de Epicteto, Bión de Borístenes, Menipo y Luciano de Samosata. Desde ese día, pocos, muy pocos, han sido capaces de volver del ridículo.
El domingo, mientras seguía con atención trasmisión de la marcha que protagonizaron millones de parisinos, Andrés, un vecinito librepensador, me explicó que Charlie Hebdo, “eligió reírse de los farsantes, los caracúlicos dueños de Dios”. Festejé su ocurrencia. ¿Qué decirle si otra vez tenía razón? Como aquel día, tan recordado en los mentideros barriales, cuando decidió, en la plaza del barrio, debatir sobre la naturaleza de Dios con un grupo creciente de Testigos de Jehová. Nunca estuvo tan brillante y sagaz.
La revista –como lo hace Andrés- se rió, y seguirá haciéndolo, de los que propagan el miedo al fanatismo como una forma de negar las diferencias de civilización, para convertir “una cultura ilustrada en una fe dogmática”. Y eso también es importante. Charlie Hebdo, la voz libertaria por excelencia, no pidió ni dio cuartel. Supo ponerse en la primera línea del combate, sin otro escudo que una sonrisa cómplice para enfrentar las amenazas de muerte, asumiendo que ejercer la opinión libre es un acto patriótico, de tanto o mayor valor que el votar para elegir nuestros gobernantes. Tan grande es que, desde esa altura, teniendo ese modelo de entrega, podemos increpar a aquellos que venden su conciencia a cambio de un mendrugo, asumiendo la condición de esclavos, de sirvientes de los gobiernos y poderosos.
Hemos aprendido una enorme lección. La libertad de prensa está en peligro. Si con matar a periodistas y dibujantes intentan enterrar en sangre la libertad de expresar y conocer opiniones, no se engañen, sépanlo de una vez y para siempre, ya están derrotados. Nos basta un lápiz, un papel, una tiza o un carbón para fundar nuestra opinión, denunciando excesos y la corrupción. Recuérdenlo, ya están derrotados.
El millón de ejemplares de Charlie Hebdo que, por estas horas, inundan los kioscos de diarios y revistas del mundo, representan la mejor de las respuestas; una respuesta militante.