François Denis Tronchet, una voz casi inaudible pero una gran capacidad de análisis. Letrado comprometido, dejó su huella en el derecho civil napoleónico.
Por Luis R. Carranza Torres
Hijo de un procurador ante los tribunales de París, pocos le auguraban un futuro promisorio como abogado, pese a la solidez de la educación recibida. La voz no le daba para pleitear en las audiencias. Estaba, según sus biógrafos, “doté d’une voix quasi inaudible”. Pero si le faltaba volumen vocal, le sobraba capacidad de análisis para dar una solución a los problemas jurídicos más complejos.
Pronto se convirtió en uno de los abogados más renombrados del “Parlement du Paris”, aunque gran parte de ese prestigio provenía de su actividad de asesoramiento. Los Parlements eran, por ese tiempo, los tribunales de apelación del reino. En 1789 había 13, siendo el de París el más importante. Eran la última instancia del sistema judicial, correspondiéndole a cada uno una provincia. A más de revisar los fallos de los jueces de primera instancia, revisaban las leyes y decretos dictados por el rey, los cuales no eran exigibles en la provincia del caso hasta no obtener su consentimiento para su publicación.
Dichos órganos, compuestos por aristócratas que habían llegado a su cargo por herencia o compra de la dignidad, eran independientes del rey. Ello determinaba que fueran, a la vez, enemigos de las reformas drásticas y de los abusos del absolutismo real. Por eso, tal como expresa el historiador galo Alfred Cobban: “El Parlamento de París, aunque no era más que una oligarquía pequeña, egoísta y orgullosa, considerado en sí mismo, desde el punto de vista de su actuación y renombre en la opinión pública, se erigió en la época como el guardián de las libertades constitucionales de Francia”.
Tronchet, a tono con el medio en donde se desarrollaba profesionalmente, fue siempre un conservador sin ser reaccionario ni autoritario. Integró por eso el ala moderada al ser electo en 1789, por el Tercer Estado (la burguesía) como diputado a los Estados Generales.
Comisionado por la Asamblea como “magistrado instructor” (magistrat instructeur) para establecer si el rey había cometido delito al pretender huir de su país, rechazó las presiones de Barrere y Robespierre para que propusiera juzgar por traición al rey.
En contra de su opinión, el 11 de diciembre de 1792 la Asamblea Nacional francesa acusó formalmente de traición a Luis XVI, preso en el castillo del Temple. Necesitado de un abogado y luego de varios rechazos, le envió un mensaje a Tronchet. Éste aceptó nombrando el encargo como lo que era: un “privilegio terrible”. Se trataba de la defensa de un condenado de antemano. El 15 de enero tuvo lugar la primera votación. Al juzgar el cargo de si Luis XVI era culpable de conspiración, 691 diputados -de un total de 749- se decantaron por la afirmativa. Pudo más el miedo y las promesas remuneratorias de Robespierre y los suyos que la capacidad y el coraje con que Tronchet había ejercido la defensa.
Llamado a cuarteles de invierno luego de la ejecución de su regio cliente, la animadversión gubernamental hacia su persona del “Comité de Salvación Pública” que dirigía el Estado no se tradujo en acciones demasiado rigurosas. Fue molestado, vigilado y amenazado, pero nada más. Temían el efecto de encarcelarlo sin juicio o, lo que era peor, de someterlo a uno. Era como darle armas a un gladiador para que los atacara en una arena que conocía a la perfección.
La instauración del Directorio en reemplazo del Comité supuso el ascenso de la facción revolucionaria moderada al gobierno y pronto los servicios de François Denis fueron nuevamente requeridos. Como miembro del “Consejo de los Ancianos”, una suerte de senado en términos constitucionales actuales, se opuso a que el ejecutivo pudiera designar a los jueces. El ascenso de Napoleón al poder lo encumbró como su consejero legal de referencia del primero cónsul y luego emperador de los franceses.
Al pequeño gran Corso no le importó la oposición de François Denis a convertirse en cónsul vitalicio ni sus censuras a las medidas gubernativas que se salía de lo legalmente establecido.
Valoraba mucho más sus aptitudes para dar una buena solución a las necesidades jurídicas. Un decreto de 1802 lo ungió como “el primer jurisconsulto de Francia” (premier jurisconsulte de France). Lo nombró presidente del nuevo Tribunal de Casación y le encargó el diseño del plan para la redacción del nuevo Código Civil, que pasaría a la historia asociado a su nombre.
Convenció a sus colegas de la comisión redactora, todos profundos romanistas, que el nuevo cuerpo legal debía incorporar los principios del “derecho vulgar”, dando a luz un ordenamiento jurídico acentuadamente nacional y aggiornado a los nuevos tiempos. Todavía se percibe su influjo en nuestros días, respecto de temas tan disímiles como la igualdad hereditaria entre los hijos cualquiera sea su origen, la mecánica de la hipoteca y las potestades regulatorias municipales. Tal diversidad temática es la prueba más clara de la amplitud de su genio jurídico.
Era senador del imperio a su muerte, en 1806. Fue el primer dignatario enterrado con honores de Estado en el recién remodelado Panteón de París, destinado a tumba de los ilustres de Francia. En su frontispicio podía leerse: “A los grandes hombres, la Patria agradecida”. Tanto por su coraje como abogado como por su capacidad como jurista para organizar Francia jurídicamente, François Denis era digno merecedor de esa frase.