Durante los últimos cincuenta años la preservación del medio ambiente se ha convertido en una de las cuestiones más relevantes y urgentes de la agenda internacional, ya que no sólo afecta a todos los habitantes del planeta, sin importar el país de que se trate, sino que también repercute sobre las generaciones futuras.
Por Rodolfo Salassa Boix – Exclusivo para Factor
A ello se agrega que las consecuencias de la degradación ambiental son prácticamente irreversibles, dotando al problema de una dimensión aún mayor. Estas circunstancias han movilizado a los países a planificar una serie de medidas tanto en el ámbito interno, regional como internacional.
Dentro de las medidas de carácter interno, hace tiempo que el sistema fiscal viene abriéndose paso y está ocupando un papel cada vez más protagónico en la protección del medio ambiente. De hecho, en los últimos dos decenios la mayoría de los Estados miembros de la OCDE, con los países nórdicos a la cabeza, ha llevado adelante un intenso proceso de reforma fiscal verde.
La actividad financiera del Estado no se limita únicamente a la obtención de sumas de dinero para luego financiar gastos públicos, sino que también se utiliza para la consecución de otros fines constitucionalmente legítimos y exigibles. Existe un amplio abanico de tributos que responde a dichos fines, entre los cuales destacamos los tributos ecológicos como una de las tantas medidas jurídicas que se pueden utilizar para proteger el medio ambiente. A partir de allí, se torna necesario determinar en qué consisten los gravámenes ambientales, cuáles son sus principales características y qué diferencias presentan respecto a los incentivos fiscales ecológicos.
En los años ‘70 los instrumentos económicos se utilizaban de manera ocasional, siendo los casos más significativos los sistemas de gestión del agua en Francia y Holanda. Los informes de la OCDE señalan que en 1987 existían más de 150 casos de instrumentos económicos ambientales entre sus miembros, de los cuales 80 eran tributos. Desde entonces, los gravámenes ecológicos han crecido en número e importancia, fundamentalmente en el período que va entre 1987 y 1993, cuando creció 50% el uso de estos instrumentos en los países nórdicos. En 1990, Finlandia fue el primer país en establecer un tributo sobre la emisión de CO2, luego le siguieron Noruega (1991), Suecia (1991) y Dinamarca (1992). Actualmente, ya en pleno siglo XXI, la gran mayoría de los países recoge algún tributo ambiental dentro de su sistema fiscal.
Los tributos ambientales pueden definirse como aquellos gravámenes que, sin despojarse de su afán recaudatorio, no tienen como finalidad esencial obtener recursos sino desalentar la realización o utilización de conductas o bienes que atentan contra el medio ambiente, sin importar la asignación presupuestaria de los fondos. De esta noción se desprende una serie de características definitorias.
En primer lugar, más allá de que su finalidad principal sea de carácter intervencionista, los gravámenes ambientales son una especie del género “tributos”.
Al igual que cualquier otro gravamen se trata de una relación obligacional impuesta por la ley que nace con la realización del hecho imponible, momento en el cual se genera la posición de sujeto pasivo en el contribuyente y la de sujeto activo en el Fisco. En virtud de ello, los tributos bajo análisis cuentan con los elementos que conforman el hecho imponible de todo gravamen (objetivo, subjetivo, temporal, espacial y elementos cuantificantes) y se rigen por los mismos principios fiscales que fija la Constitución Nacional (legalidad, igualdad, capacidad contributiva, etcétera).
En segundo lugar, los tributos ambientales adoptan como finalidad principal el desaliento de conductas o bienes antiecológicos y como finalidad secundaria la obtención de recursos económicos. Esto quiere decir que bajo ningún concepto se despoja de su finalidad recaudatoria, sólo que ésta se ve eclipsada por el objetivo primordial, de carácter regulador. Ningún tributo, por más extrafiscales que sean sus fines, procura (o debería procurar) una recaudación cero ya que la obtención de recursos siempre está presente, aunque un tanto deslucida. La finalidad extrafiscal podrá influir en el rendimiento del tributo pero su resultado siempre será la obtención de recursos para cubrir los gastos estatales. En tercer lugar, si afirmamos que un tributo con fines extrafiscales conserva su finalidad recaudadora y que se aplica sobre conductas que son tolerables por la sociedad pero es conveniente su morigeración, nunca podrá tener naturaleza sancionatoria. El binomio infracción-sanción no se muestra adecuado para regular tales situaciones, ya que para que exista una sanción primero debe haberse cometido una infracción, y la realización del hecho imponible nunca puede tener tal carácter.
En cuarto lugar, los tributos ambientales no dependen, para considerarse como tales, de la aplicación de los fondos obtenidos a la finalidad extrafiscal perseguida. Ello no quiere decir que sea imposible encontrar dicha asignación de fondos, que de hecho suele ser común, sólo que no se trata de un requisito distintivo en este tipo de gravámenes. No debemos olvidar que la “extrafiscalidad” está en el desaliento de una conducta o situación pero no en que los recursos sean destinados a la finalidad extrafiscal. No obstante ello, nada impide que clasifiquemos los tributos según el destino de sus fondos, y allí podremos hablar de gravámenes cuya recaudación tiene destino ambiental o no ambiental.
La diferencia entre los tributos ambientales y los incentivos fiscales ecológicos estriba en que mientras los primeros persiguen desmotivar a los administrados en la realización de conductas antiambientales, los segundos procuran alentar la realización de conductas proambientales. De esta forma, lo más común es que encontremos los incentivos fiscales ecológicos dentro de tributos recaudatorios (no ambientales), como ocurre -por ejemplo- con la exención de las ganancias derivadas de actividades vinculadas con el saneamiento y la preservación del medio ambiente a condición de su reinversión en dichas finalidades (art. 20, Ley Impuesto a las Ganancias).
Conclusión
En definitiva, es innegable que la protección ambiental se erige en un tema prioritario para nuestra generación y que los tributos ambientales constituyen instrumentos útiles y eficientes a la hora de llevar adelante esa finalidad. En países como el nuestro, la normativa tributaria no está del todo desarrollada en este aspecto, lo cual no implica una ausencia absoluta de tributos ambientales sino que tal vez no se están aprovechando del todo los beneficios ambientales que brida el sistema fiscal. Es por ello que nuestro país, nuestra provincia y fundamentalmente nuestra ciudad tienen por delante una ardua tarea con el objeto de diagramar un sistema fiscal ecológico capaz de general resultados significativos en material ambiental.