Por Carlos A. Ighina *
Agustín Tosco nació pampa gringa adentro, en Coronel Moldes. El muchachito rubio se movía con agilidad inagotable, aguzando su espíritu de observación en cada árbol del legado autóctono, en cada pájaro que según su muy diversa especie emitía sonidos diferentes, en la pachorra del ganado, en los hierros laboriosos de las maquinarias agrícolas y en las costumbres de sus padres. Era entonces, en este último caso, cuando opinaba y criticaba, siguiendo una innata sugerencia que lo acompañaba desde la cuna. Irremediablemente sobrevenían las discusiones con su padre, que eran fuertes y en dialecto piamontés. En ese espacio de llanura sin límite comenzó a ejercitarse su dialéctica de confrontación de ideas.
La década de los 40 era todavía joven y entre Córdoba y Río Cuarto no había una sola escuela secundaria, por eso y por la convicción en las bondades de una enseñanza técnica, compartida por toda la familia, sus padres lo inscribieron en el internado de la entonces Escuela del Trabajo Presidente Roca, que desde 1914 venía funcionando en el Parque Sarmiento, con diversas especialidades preparatorias de un oficio digno, entre ellas la de perito electricista que luego lo proyectaría en un campo gremial impensado.
En la Roca aprendí a discutir, solía repetir a modo de reconocimiento el gringo de Coronel Moldes cuando se lo interrogaba acerca de las fuentes de su formación o sobre los recuerdos de adolescencia, dejando en segundo plano las ripiosas experiencias verbales de los ásperos diálogos con su padre.
Avelino Laurenti fue su compañero inseparable, no solamente en los años de la Presidente Roca sino también más tarde, a lo largo de su fragorosa trayectoria en EPEC y en el gremio de Luz y Fuerza, y su testimonio es tan directo como genuino.
Tosco fue alumno interno de la Escuela del Trabajo entre los años 1944 y 1947; sus compañeros le decían “tero” porque era tan alto que los mamelucos le quedaban siempre cortos. Cuenta Laurenti que solía leer hasta altas horas de la madrugada, en particular los libros de Vargas Vila –escritor colombiano de ideas liberales radicales próximas al existencialismo-, que trataba de profundizar con sus compañeros, a menudo no preparados para este tipo de elucubraciones.
Agustín admiraba al maestro Molina, que era profesor de Castellano y tenía ideas avanzadas para la época. También disfrutaba las clases de álgebra y recuerdan sus condiscípulos que era un dotado para las matemáticas, tanto que oficiaba para sus compañeros como un segundo profesor de álgebra, no sólo por su capacidad de asimilación sino por la manera de transmitir sus conocimientos, simple, paciente y didáctica.
Discutidor nato, de carácter dominante, orador de facultades naturales, hizo ya en sus años de la Presidente Roca un ejercicio de la rebeldía en nombre de la verdad. Decía Laurenti: “Había que aguantarlo. Era medio leche hervida. Se enojaba y le duraba mucho tiempo. A veces reaccionaba violentamente pero no perdía los estribos, siempre contestaba con calidad”.
En 1944 –año del terremoto de San Juan, catástrofe que determinó que muchas de las víctimas se refugiaran en la Presidente Roca, toda una experiencia de servicio para Agustín-, cuando estaba en primer año, encabezó una marcha de protesta contra los procedimientos del secretario de la escuela, que llegó hasta la Casa de Gobierno, ubicada entonces en el actual edificio de la Biblioteca Córdoba, sobre calle 27 de Abril. Posteriormente también protestó en forma protagónica por asuntos cotidianos, como cuando el director decidió dar cascarilla en lugar de café. En esa oportunidad Tosco fue el cabecilla de una batahola insoportable producida por el golpeteo de las tazas de metal enlozado sobre las mesas de granito.
Su concepto de justicia lo movió permanentemente a acciones de reclamo. Un caso patético fue el de la autopsia del perro del director, Abdón Pereyra, que era médico. El animal había muerto sin causa aparente y el director, intrigado, practicó la autopsia sobre una de las mesas del comedor de los alumnos.
Agustín reaccionó con indignación ante lo que consideraba una desconsideración de la salud ambiental del internado y un foco de posibles enfermedades, organizando la unánime negativa de los alumnos a ingresar al comedor.
Quedan entre los muros del internado, que hoy, con la más humana designación de Hogar Estudiantil, lleva el nombre de Agustín, los recuerdos de aquellos días domingo cuando el gringo y sus amigos se iban a remar al lago del Parque Sarmiento, en los botes de Don Juan. Allí navegaban, con el infaltable gringo Moro, que era carpintero, acompañados por la música del acordeón de Avelino Laurenti. Así servían de románticos remeros para las parejas de enamorados, recibiendo en cambio buena propina para los gastos de la semana.
Quedan también las evocaciones de las costumbres de Agustín, su manera de dormir tapado con la almohada y su predilección por los perfumes y el jabón Manuelita.
Quedan asimismo las palabras conclusivas de Avelino Laurenti cuando recordaba: “Él nos transmitió tantas inquietudes… la lectura, por ejemplo, y una línea de conducta. Nos enseñó a ser honestos, derechos y trabajadores; él, que tenía una idea y la llevaba a la acción, algo que muchos no logran. Él, que le dio vida a los años y no años a la vida.
(*) Notario. Historiador urbano-costumbrista. Premio Jerónimo Luis de Cabrera.