Estados Unidos, mediante su Departamento de Estado, ha reconocido en forma oficial responsabilidades sobre el asesinato de Patrice Lumumba, aquel enorme líder congolés, campeón de las luchas por la liberación del pueblo africano, quien supo despertar nuestras simpatías cuando transitábamos los primeros años de nuestra adolescencia.
Por Silverio E. Escudero – Exclusivo para Comercio y Justicia
Este sinceramiento, que tanto revuelo causó en la prensa mundial, fue tardío e inconducente -como explicaremos a lo largo de este encuentro-. El mundo, a pocos días del suceso, supo cuándo, dónde y cómo se asesinó a Lumumba. Con esta maniobra de prensa, la Casa Blanca busca mejorar, de alguna manera, la desgastada imagen internacional del presidente Barack Obama, quien no ha podido justificar -de manera alguna- la posesión del Premio Nobel de la Paz.
La participación de Washington -decíamos- en el magnicidio se conoció casi de inmediato. El rey Leopoldo de Bélgica fue el primero en salir de la línea de fuego. Sugirió, con acierto, que debían buscarse los responsables en los alrededores de Moise Tshombe, gobernador de la provincia separatista de Katanga, la más rica del Congo y, extrañamente, aliado suyo.
La Unión Soviética y el Partido Comunista montaron, en la oportunidad, una de las más extraordinarias campañas de esclarecimiento de las que se tenga memoria. No sólo se ocuparon de exaltar la figura política del mártir y las razones que le llevaron a alinearse con Moscú sino que explicaron, hasta el hartazgo, la situación africana, sorprendiendo los auditorios, ya que la mayoría la desconocía en absoluto. Nos habíamos quedado en las historias del tráfico de esclavos en los tiempos de la colonia.
El Kremlin, en acto solemne, impuso a la Universidad de Rusia de la Amistad de los Pueblos -una de las más prestigiosas del orbe, fundada en el año 1960- el nombre de Patrice Lumumba, que se transformó en bandera y símbolo de lucha. Nikita Jrushchov o Khrushchev, de esa manera, quiso simbolizar el reconocimiento pleno de la Unión Soviética a “la lucha de los pueblos oprimidos en el mundo por la libertad e independencia”.
Dwight D. “Ike” Eisenhower, tras dejar la Casa Blanca en manos de su sucesor, en una entrevista concedida al diario conservador francés Le Figaro, para valorar su gobierno, tuvo un fallido. Respondió, en forma lacónica, “fue menester hacerlo”, cuando el cronista, en forma directa, le consultó si su administración dio la orden de matar a Patrice Lumumba.
Ese antiguo reporter, atesorado por uno de mis más antiguos y queridos formadores, fue de una valía extraordinaria.
Corría 1975. Tras el caso Watergate, la siempre poderosa comisión senatorial de Defensa abrió una investigación sobre las operaciones encubiertas ordenadas por los presidentes estadounidenses. Declararon todos los funcionarios –incluidos escribientes y archiveros- desde la presidencia de Harry Trumann. Los embargaba un terror reverencial. Así lo narran, casi sin eufemismos, la mayoría de los escrutados en sus memorias. Los senadores, en tanto, armaban su rompecabezas.
Fue el turno de Robert Johnson, integrante de la oficina presidencial de “Ike” Eisenhower. Era el encargado de redactar las actas secretas. Recordó -y así lo dijo- que estuvo presente en una reunión entre Ike y sus asesores de seguridad nacional en la cual se trató la crisis del Congo. Corría agosto de 1960. De pronto, el presidente, dirigiéndose a Allan Dullles, director de la CIA, le ordenó eliminar a Lumumba. “Usted cuenta con recursos ilimitados. No tiene excusas. Hágalo”. Johnson quedó impactado por la dimensión de la orden. “Hubo un silencio aturdido durante unos 15 segundos y la reunión continuó.”
Las verdades convenientes ganaron su espacio. El comité concluyó que Estados Unidos no estuvo involucrado en forma directa con el asesinato, aunque confirmó que la Central de Inteligencia había conspirado para matar a Lumumba, posiblemente por orden de Eisenhower.
Recientes investigaciones parlamentarias belgas sobre el asesinato tampoco pudieron establecer un vínculo directo entre los ejecutores y la Oficina Oval. Había que proteger la gloria imperial, cuya grandeza se apoya en los cadáveres de millones de seres humanos.
Lumumba, el primer ministro del Congo después de su independencia de Bélgica, en junio de 1960, fue obligado a renunciar. La guerra civil que ensangrentaba el país se profundizó.
Fue asesinado el 17 de enero de 1961 y su cadáver, como el de sus compañeros de infortunio, fue despostado y disuelto en ácido.
El comunicado oficial es una joya de la hipocresía. Asegura que se escapó de una celda de máxima seguridad y fue muerto por aldeanos. Ante un cuestionamiento menor, el general Munongo estalla en un grito. “Se nos acusa de haberlo asesinado. Yo respondo ¡Pruébenlo! Mentiría si dijera que la muerte de Lumumba me entristece, pero de todos modos, si hubiera sido juzgado por un tribunal, se lo hubiera condenado a muerte…”
Moise Tshombe también celebró, a su modo, la muerte. Ordenó pasar a degüello 30 aldeas de la etnia a la que pertenecía Lumumba.