Enfrentamos un dilema. El mismo de cada semana. La tragedia de la hoja en blanco. ¿Seremos capaces, una vez más, de superar el pánico escénico? La tentación de provocar una discusión sobre las formas de difusión de la historia, por estas latitudes, parece ganar la batalla. Sin embargo, no caemos en nuestra propia trampa. ¿Seremos fieles a esa pequeña-enorme decisión?
Optamos por avanzar en el conocimiento compartido de uno de los intelectuales más comprometidos del siglo XX. Se trata de descorrer nuevos velos en torno de la personalidad de Eric Hobsbawm (EH). Quizás, el historiador más importante del último siglo. El hombre que ha planteado una visión distinta de la historia de la humanidad y reflejado, como pocos, las idas y venidas del Hombre en el controversial siglo XX.
En este tiempo de tanta impostura fue una rara avis. Jamás estafo a sus seguidores. No ocultó sus simpatías por el comunismo. Cuando escudriñamos en su obra, por cercano que estuviera del marxismo, su inmensa cultura y su rigurosa capacidad de investigación lo blindan ante cualquier tentación de quienes son amigos de la descalificación fácil y sistemática. Conducta que esconde una profunda y supina ignorancia que rinde culto al oscurantismo y la barbarie.
Si sus apuntes son impactantes, los reportajes, imperdibles. Su claridad de conceptos invita a la reflexión conjunta. Sin embargo pocos se le animan. Defeccionan en el frente de batalla. Forman parte de una triste vanguardia que tiene mucho de la Armada Brancaleone, en la que ocupan un lugar destacado los intelectuales orgánicos. Pseudopensadores al servicio del César que propician, aconsejan, desde sus poltronas y espacios de la televisión pública, desconocer las indagaciones de EH, con argumentos tan pobres como vacuos. O justificar lo injustificable, como la constante pérdida en la calidad educativa en la Argentina.
“Decir Hobsbawm, para alguien interesado por la historia que se escribía hace medio siglo -subraya Santos Juliá, uno de sus más agudos analistas-, era decir grupo de historiadores marxistas británicos, una identificación que hoy puede sonar como un oxímoron elevado al cubo, pero que hacia 1950 marcó con su poderoso aliento la mejor, más ambiciosa y más fructífera dirección de los estudios históricos.
Y fue así porque, interesados en los grandes procesos de la historia, nadie en ese grupo sucumbió a la práctica de forzar la realidad para hacerla encajar en la teoría. Los historiadores marxistas británicos fueron, ante todo, herederos del empirical idiom más que de la ortodoxia de la base y la superestructura; y por serlo, fueron magníficos escritores, gentes que sabían contar una historia (…) aparte de esa mirada desde abajo, la historiografía del marxismo británica demostró toda su potencia en lo que más adelante la sociología histórica definirá como grandes procesos y enormes estructuras. Una ambición omnicomprensiva que movió a un impresionante esfuerzo de interpretación de los procesos históricos y que ha dejado obras imprescindibles sobre la transición del feudalismo al capitalismo y sobre el desarrollo del mismo capitalismo.
Aupado en esos trabajos, Hobsbawm, que lo fagocitaba todo y que de todo podía escribir, acometió la tarea de explicar el proceso histórico de su propio mundo dividiéndolo en tres grandes eras: la de la revolución, la del capitalismo y la del imperio, tres volúmenes que abarcaban lo que luego entendió como “largo siglo XIX”, con su alborada en la Revolución francesa y su ocaso en la Gran Guerra que puso fin a la era del Imperio.
Por este tiempo, EH es uno de nuestros compañeros preferidos. La Guerra Fría en su pluma adquiere matices, colores distintos. Al ahondar en sus causas encontramos un párrafo muy significativo: “No quiero personalizar, sino más bien tratarlos como un segmento social que se une contra la amenaza del fascismo”, explica.
“El gran problema en los años treinta fue la fuerza que adquirían los movimientos de extrema derecha, con Hitler y Mussolini a la cabeza. La Rusia comunista tenía demasiados problemas internos como para implicarse seriamente en batallas lejanas. El Partido Comunista en España era muy pequeño, pero se organizó muy bien y tenía claro que era necesaria la disciplina para ganar la guerra. Es curioso lo que ocurre con la historia del movimiento comunista.
En España, por ejemplo, se han valorado sus esfuerzos durante la guerra o en su lucha contra Franco, pero cuando regresa la democracia vuelven a imponerse los tópicos de su vinculación estalinista. Lo mismo pasa con Marx. Creo que sus enseñanzas se pueden valorar mejor después de la caída del muro (él anunciaba la globalización del capitalismo), cuando ya no se lo asocia a la propaganda del régimen de la Unión Soviética.”
La construcción de nuestro Pequeño Hobsbawm Ilustrado permite anotar otros conceptos que, para muchos, serán nuevos, originales. Al referirse a la limpieza étnica avisa que “genocidio’ se ha convertido en un término utilizado con exceso y, por tanto, se ha despreciado; algo así como lo que ha sucedido con la palabra ‘fascismo’. El genocidio es un proyecto de eliminación total de una etnia.
De algún modo, es una extensión lógica, y extrema, de la limpieza étnica (…) La limpieza étnica es un fenómeno que se manifiesta según varios y diversos niveles de gravedad, y puede ser llevada hasta los extremos del genocidio. Es algo ya de por sí lo bastante horrible, no hay ninguna necesidad de empeorar su sentido identificándola con el genocidio”.