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Una verdad incómoda

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Una novela y una película respecto de las trampas a tramposos «de ley»

Por Luis R. Carranza Torres

Fue una película que arrasó en las taquillas; sus actuaciones sorprendieron en más de un sentido. Pero fue también de esas que encierran no pocas puntualizaciones acertadas, respecto del papel y consideración que se tiene por la verdad en los estrados tribunalicios.
Recibe diversos títulos, según la parte del mundo en que se la haya exhibido. Su denominación original, en inglés, repite el título de la novela de William Diehl en que se basa su argumento: «Primal Fear». En Latinoamérica se la llamó «La raíz del miedo», en algunos sitios, y «La verdad desnuda», en otros. Por su parte, en España recibió el nombre que más se ajusta, al entender del autor de estas líneas, a su contenido: «Las dos caras de la verdad».
Dirigida por Gregory Hoblit, tuvo su debut en las pantallas de los cines en 1996. Su trama no tiene desperdicio: La élite de la ciudad de Chicago, orgullosa y muy pagada de sí misma en la década de 1990, amanece un buen día desayunándose con el bestial homicidio de una de sus personas más prominentes: su arzobispo, muerto salvajemente en su propia casa por causa de las 78 puñaladas que le fueran inferidas.
Un joven monaguillo llamado Aaron Stampler, de 19 años e interpretado magistralmente por Edward Norton, ha sido detenido y acusado del macabro crimen, tras haber sido visto salir de la residencia arzobispal manchado de sangre por todas partes. Como ocurre en los casos que generan una gran conmoción social, los medios y la opinión pública piden, más que justicia, una vindicta pública ejemplificadora.

Pero entre ellos y el triste destino de una condena a la pena capital se planta el más famoso y controvertido abogado de la ciudad: Martin Vail, personificado por Richard Gere. Un letrado mediático, más preocupado por el “autobombo” de salir en un lugar destacado en cuanto medio pueda que por hacer honor a los valores de la profesión, se hará cargo de su defensa. Obviamente, movido más por ese deseo de renombre que por ayudar al joven o, menos aún, creer en su inocencia.
Pero nada va a resultarle sencillo, dentro o fuera de las sala de audiencias de la corte. El fiscal del distrito Bud Yancy, interpretado por el versátil Terry O’Quinn pondrá a cargo de la acusación a su fiscal adjunta más brillante e implacable, Janet Venable, caracterizada por Laura Linney. Una abogada tan persistente como Vail, con el que han tenido una relación amorosa que, aun luego de largo tiempo de romper, ninguno de los dos parece demasiado dispuesto a terminar de enterrar, pero tampoco a disculpar nada. Uno de esos casos en que el amor no termina de extinguirse pero el encono y pase de facturas es aún más pasional que lo primero.
La tarea encomendada a Janet es la de conseguir una condena a muerte para el joven, lo más rápido y tranquilamente posible, sin dejar que demasiados ribetes morbosos del caso lleguen al conocimiento público. Y, en ello, se lo han dejado más que claro, se juega no sólo su empleo sino cualquier perspectiva de futuro en el oficio legal.
Vial, tan encantador exteriormente como frío en sus cálculos por dentro, no tiene rivales a la hora de resultar un «constructor de relatos» o «fabricante de expedientes». Alguien que edifica su propia verdad, la que conviene para ganar el caso, sin importarle demasiado si las cosas ocurrieron de tal forma.

Claro que Janet se revelará, audiencia tras audiencia, como la horma de su zapato. Un rival difícil de superar y que, por la prueba abrumadora, lleva todas las de ganar.
De tal forma, lo que inicialmente para Vail parecía un modo sencillo de llevar adelante un caso que lo pondría por largo tiempo en el tribunal de la consideración pública, no tarda en convertirse en un peligroso enfrentamiento, y a varias bandas, entre diversos maestros de la manipulación. En la mitad de ese río judicial tormentoso, a Martín le sucederá lo que nunca puede ocurrirle a un fabricante de casos: una crisis de conciencia.
Protagonizado por Richard Gere y Laura Linney, tras su estreno fue el debutante Edward Norton quien se llevó todas las miradas y las nominaciones por su interpretación del perturbado monaguillo, ganando el Globo de Oro al mejor actor de reparto y siendo candidato al Oscar en igual categoría. Había sido elegido para la película tras pasar por un casting de más de 2.000 personas y haber rechazado Leonardo Di Caprio el papel.
Pero lo que más se recuerda del filme, y por lo que hoy lo comentamos, es porque pocas, muy pocas veces, se ha situado la verdad de un modo tan áspero y sin concesiones en el banquillo de los acusados. Cuestiones como el dominio (o no) de nuestros actos, cómo se determina quién es realmente el culpable y no una víctima harta de serlo, la tensión entre la necesidad de probar y los márgenes del decoro y el buen gusto, son aspectos de esa verdad puesta en tela de juicio. Eso sí, al estilo Hollywood, con un desarrollo movido y no exento de los histeriqueos amorosos entre los protagonistas.
Es un filme que da pocas treguas, merced a una fuerte dosis de suspenso a cada paso, destinado a cautivar al espectador. Pero también deja, como quien no quiere la cosa, de paso o, más bien, en forma paralela a la trama, preguntas muy serias para cualquiera en la profesión legal: ¿Cómo se puede distinguir la verdad de lo falso, cuando todos la moldean a su conveniencia? ¿Qué se supone que se debe hacer cuando el caso está resuelto y el veredicto final no es el correcto?
Es que la verdad, en su estado puro, no puede dejar de tener una nota de incomodidad

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