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Una lección para el joven Victorica

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Por Luis R. Carranza Torres

Impetuoso y apasionado en sus ideas, el curso de la historia le deparaba una insólita sorpresa

Hijo de Bernardo Victorica y Juana Josefa Vivanco, Benjamín Victorica nació en la ciudad de Buenos Aires el 14 de septiembre de 1831. Su padre desempeñó la Jefatura de Policía de la Provincia de Buenos Aires a lo largo de una década durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas.
Por ese entonces, el cargo tenía funciones de «juez de faltas». Tal vez por ello, luego de sus estudios en el Colegio de los Jesuitas y en el Colegio Republicano de Buenos Aires, el joven Benjamín ingresó en la Universidad de Buenos Aires para estudiar leyes. Se graduó en 1849 como doctor en jurisprudencia; su tesis versó sobre «Los efectos del bloqueo».
Con 18 años y ya titulado, inició su «cursus honorum» desempeñando funciones de oficial de la Asesoría del Gobierno y Auditoría General de Guerra y Marina, entre 1849 y 1851. Es, pues, el derecho que lo lleva, en este último organismo -máxima instancia de asesoramiento y decisión jurídica en la esfera militar- a lo que sería el otro aspecto de su vida pública, en paralelo a las leyes: la carrera de las armas.
Ya en la Academia de Jurisprudencia lo encontramos como un ferviente rosista. Desde las columnas de La Gaceta Mercantil se revelaría como una de las plumas jóvenes más fervorosas de apoyo al régimen, publicando loas al Restaurador y a Manuelita, a la par de versos panfletarios contra Urquiza, al pronunciarse éste en contra de Rosas el 1 de mayo de 1851, en la ciudad de Concepción del Uruguay.
Uno de sus poemas más conocidos es el que le enrostra: Y tú, Urquiza traidor, bandido insigne,/¡Calígula, Nerón, Atila fiero!/Tiembla, que ya se alza poderoso/De la justicia vengador acero! También, entre otras ”gentilezas”, lo denominó «apostata maldito», por sólo exponer algunas de las muchas diatribas que le dirigió.

No se quedó, lo suyo, sólo en palabras. Se unió al ejército destinado a combatirlo, actuando como secretario del general en jefe de Vanguardia, Ángel Pacheco. Su exacto cumplimiento del deber, reserva y diligencia pronto le granjearon la absoluta confianza de su superior.
A inicios de 1852, con el grado de sargento mayor (mayor en la actualidad) participó en el combate de los campos de Álvarez, el 31 de enero, y en la Batalla de Caseros, el 3 de febrero.
Luego de dicha derrota y de la sublevación de Buenos Aires contra Urquiza de parte de los repatriados antirrosistas, Victorica recibió el llamado menos pensado de quien había sido su más odiado enemigo: el general Justo José de Urquiza.
Por esos días, las fuerzas federales sitiaban la ciudad de Buenos Aires al mando del general Hilario Lagos -estando la «perla del Plata» en manos de Alsina y Mitre-. Años después, narraría ese encuentro entre el vencedor de Caseros y él, por entonces un joven abogado de 21 años, execrado por la nueva dirigencia porteña a causa de la vinculación de su familia con Rosas.
Conforme a tales palabras: «Fueron el general Gerónimo Costa y el doctor Baldomero García los que me introdujeron a la relación con el general Urquiza. Habían ido a San Nicolás a visitarlo, y con motivo de la activa correspondencia que con ellos mantenía y que ellos comunicaban al general, informándole de la situación en que se encontraban las fuerzas de Lagos como la de Buenos Aires y tendencias políticas respectivas, el general los recomendó me escribiesen, indicándome que saliese a recibirlo a alguna distancia de Flores, pues deseaba antes de llegar, conversar conmigo e informarme suficientemente de algunas particularidades y de todo lo que él creyese necesario. Efectivamente, salí hasta el Puente de Márquez, encontrándolo en marcha, y siguiendo con él a caballo hasta Flores; durante esa marcha nada le quedó por saber de lo que deseaba instruirse. Desde el primer momento simpaticé con él, y me pareció que logré impresionarlo favorablemente. Me trató con suma afabilidad y se interesó en intimar relación conmigo, pues durante su permanencia en Flores me obligó a frecuentarlo, invitándome muchas veces a su mesa».

¿Qué le dijo? Podemos intuirlo: la necesidad de dejar atrás un pasado de divisiones, reconciliar los espíritus y organizar definitivamente la Nación, aunando a todos los argentinos bajo una Constitución en la cual nadie se sintiera un extraño.
Eras las ideas consecuentes a un carácter que lo llevaba a dejar de lado impetuosidades de momento, para rescatar a un joven que entendía de valía, y que no pasaba por un buen momento entre sus propios conciudadanos porteños.
Benjamín llegaría en el futuro a los más altos cargos, tanto en el derecho como en el ejército. Muchos de ellos, por apoyo del entrerriano. Nunca olvidó ese gesto de Urquiza, a quien continuó ligado hasta la muerte de éste. Incluso, pasó a formar parte de su familia, al casarse con una de sus hijas, Ana Urquiza y López, en Concepción del Uruguay, el 19 de marzo de 1857. Fue precisamente allí, en su casa en dicha ciudad, actualmente una escuela técnica, en donde fueron velados los restos del primer mandatario constitucional de los argentinos después de su asesinato, en abril de 1870.
Y es claro que allí, en esa despedida, habrá rememorado aquel encuentro en Flores, años atrás, donde el caudillo entrerriano le dio la mayor lección política y humana de su vida.

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