ESCUCHARPor Silverio E. Escudero
Por estos días el color oro del siempre bellísimo y tibio otoño moscovita cede paso, casi con morosidad, al riguroso invierno ruso. Cuestión que no detiene la fuerte corriente turístico-política que inunda las calles y paseos de Moscú y los de la ilustrísima Petrogrado –o San Petersburgo-, que arriba para celebrar el Primer Centenario de la Revolución Rusa, más allá de los ceños fruncidos de sus alcaldes o del presidente Vladimir Putin.
¿Qué más cabría decir que no haya sido dicho ya en estos últimos 100 años sobre uno de los episodios más controvertidos del siglo XX? ¿Por dónde aproximarnos en esta evocación? ¿Por la batalla política cultural que protagonizó, plagada de persecuciones, asesinatos en masa, extrañamientos, limpiezas étnicas y violaciones de los derechos humanos jamás juzgados por los tribunales internacionales? ¿O por otra de las grandes avenidas de su historia que nos lleva a estudiar las causas primeras que produjeron el más encarnizado enfrentamiento entre sus líderes indiscutidos: Vladímir Ilich Uliánov (Lenin) y Lev Davídovich Bronstein (más conocido como León Trotski, fundador del Ejército Rojo y asesinado el 21 de agosto de 1940 en la ciudad México, por cuenta y orden de José Stalin)?
Un capítulo aparte merecería el espíritu militante de los miembros del Partido en Occidente tratando de sostener, como si fuera una promesa mesiánica, la idea de “un mundo feliz” que se contraponía con las noticias de los millones de muertos producto de las purgas estalinistas y la represión a sangre y fuego contra los procesos reformistas que vivieron Alemania Oriental, Checoeslovaquia, Polonia, Hungría y los países que constituyen el Escudo Báltico, ejecutadas con saña sin par por el ejército soviético, apoyado por eficaces organizaciones policiales y parapoliciales cuyos nombres fueron sinónimos de miedo y de terror.
Los balances de este enorme siglo de vida signado por la presencia viva del pensamiento marxista leninista no son para nada ingenuos. Tampoco el nuestro lo será. Más allá de dejar constancia de los excesos y las temibles purgas internas al momento de definir líneas sucesorias.
El proceso de desestalinización, fundado en el informe secreto sobre el culto a la personalidad presentado por Nikita Kruschev, fue otro período oscuro, tanto o más de los que se recomendaban olvidar. Un proceso de crítica en contra del viejo dictador pero no del sistema que él había creado. Por lo tanto, la elección del año 1934 como inicio de la «degradación» del carácter de Stalin es significativa: Kruschev prefirió no citar en el informe ni la política económica (la planificación y la colectivización) ni la represión política de Stalin, tanto contra los antiguos camaradas de Lenin como contra los propios.
De hecho, la crítica se basa principalmente en la denuncia del culto a la personalidad por motivos doctrinarios y trata de borrar, en parte, los excesos del estalinismo. Así, leemos en una edición histórica del diario Pradva de mayo de 1956, que habita en nuestro archivo: “El culto a la personalidad es un exceso superficial sobre un órgano perfectamente sano (….) la glorificación de una persona, su elevación al rango de superhombre con cualidades sobrenaturales comparables a los de un dios debería ser prohibida porque es una idea contraria a los principios del marxismo-leninismo”.
El debate sobre la naturaleza de la Revolución ocupó la atención de generaciones de políticos, de gremialistas, de filósofos de bares, de diletantes e intelectuales de todo cuño y nota. Sus interrogantes –todos, absolutamente todos- eran pertinentes. Faltaban respuestas porque cada una de ellas abría nuevas brechas, nuevos interrogantes. Como las que el mundo se reformula por estas horas.
Seguimos esperando ver qué guarda el final del camino. Como espera aquel anónimo minero boliviano que se animó a enfrentarse con una pared vacía de El Alto y estampar, con letra despareja, a manera de reclamo: “¿Dónde está la Revolución?”. Porque -al parecer- el Partido había optado por burocratizarse en vez de profundizar la lucha.
Sin la Revolución Rusa no habrían sido posibles los procesos de Liberación Nacional. A ella se le debe el apoyo irrestricto a la descolonización del África y la fundación de la Universidad Patrice Lumumba. que fue la encargada de la formación del nuevo liderazgo africano. Fue, además, punto de arranque del poderoso Movimiento de los Países No Alineados (MPNA), nacido de la mano de Jawaharlal Nehru, Gamal Abdel Nasser y Sukarno, quienes, tras proclamar la presidencia honoraria del Mahatma Gandhi, conformaron el foro de concertación política más importante del mundo –después de Naciones Unidas-, compuesto por 120 países miembros con el objeto de alzar la voz en nombre de los intereses y prioridades de las naciones en vías de desarrollo y establecer una alianza de Estados independientes.
Poderoso agrupamiento de naciones que, en plena Guerra Fría y en medio de crecientes barreras ideológicas, se supo parar frente a la Unión Soviética y Estados Unidos para garantizar la paz, en momentos cruciales del siglo XX. Gesto que fue correspondido con el asesinato de numerosos líderes africanos y asiáticos, en acciones conjuntas entre la CIA y la KGB.
La Revolución Rusa fue un acontecimiento decisivo y fundador del “Corto Siglo XX”, según la sagaz mirada del historiador británico Eric Hobsbawn (EB), abierto por el estallido del macroconflicto europeo que llevó a la Primera Guerra Mundial y cerrado en 1991 con la disolución de la Unión Soviética. Objeto de simpatías y de inmensas esperanzas por unos (Jules Romains la describió como “la gran luz en el Este” y François Furet, como “el encanto universal de octubre”), también ha sido objeto de severas críticas, de miedos y de odios viscerales.
En 1994, cinco años después de la caída del Muro de Berlín, en la Historia del Siglo XX , EB advirtió que la Revolución de Octubre originó el movimiento revolucionario de mayor alcance que haya conocido la historia moderna, aun en relación a la Revolución Francesa. Tres años después plantearía que la perdurabilidad de la Revolución Rusa obedecía a que “el atractivo de su causa no era puramente ruso” sino el carácter universal de la gesta bolchevique. En realidad, alteró todas las caracterizaciones revolucionarias precedentes, pues se desenvolvió en un marco histórico inequívocamente distinto al de las revoluciones democráticas del período anterior, de la unificación del mercado mundial, de la transformación del capitalismo de libre competencia en capitalismo imperialista y de la maduración del mundo, como un todo, para la revolución socialista. La Rusia atrasada no estaba preparada para el socialismo pero sí la economía y la política mundiales, en las cuales esa revolución esperada tendría lugar.
“Las grandes revoluciones de masas que estallan desde abajo -y Rusia en 1917 fue probablemente el fenómeno más impresionante de toda la historia- son en cierto modo fenómenos naturales (…) en gran medida incontrolables”, dirá Hobsbawm. Por lo que “los objetivos de Lenin (…) no hacían al caso. No podía tener ninguna estrategia o perspectiva más allá de escoger, de día en día, entre las decisiones necesarias para la supervivencia inmediata y las que representaban el riego de un desastre inmediato”. De este modo, el papel de Lenin y el partido bolchevique pierde toda significación histórica.
El historiador anota que la primera razón de la “sobrevivencia” bolchevique luego de octubre fue la existencia de un Partido Comunista centralizado y disciplinado. Pero en febrero de 1917 los bolcheviques no eran más de 10.000, una fracción minoritaria en comparación con los mencheviques y los socialistas revolucionarios. Llegar a los 200.000 en octubre y luego a los 600.000 fue el fruto de una selección política de lo mejor de la vanguardia obrera presente en todos los partidos del campo revolucionario y a partir de una dirección que guió conscientemente a las masas hacia la victoria.
