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Sobre el encierro sin condena de Juan Antonio Bernardi

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El 28 de abril de este año, el juez Favio Igoldi dispuso el procesamiento con prisión preventiva de Juan Antonio Bernardi, integrante de la Cámara en lo Criminal de Viedma por –presuntamente– promover actos de corrupción y prostitución de una menor de edad. Por Fernando Gauna Alsina*

Concretamente, le atribuyó haber mantenido, al menos en dos oportunidades, relaciones sexuales con una joven de 17 años que ejercía la prostitución. Y para efectivizar el encarcelamiento solicitó su desafuero al Consejo de la Magistratura local, lo que ocurrió el 4 de mayo.
Juan –al igual que yo– integra la mesa directiva de la Asociación Pensamiento Penal (APP). Si bien no mantenemos una estrecha relación de amistad, puedo afirmar que la diaria y permanente disputa que ofrecemos desde APP me permite sostener que somos compañeros. Y esto, como alguna vez lo ha dicho el Che, es más importante.
Juan asegura que es inocente y yo le creo. Y no conozco en profundidad el caso, pues no he tenido acceso al expediente. Pero algunos hechos públicos, el escarnio mediático y lo que puedo apreciar del auto de procesamiento –que no tiene nada que envidiarle a una historia de ciencia ficción–, me llevan a reflexionar y a escribir estas líneas.

Quiero poner de relieve que comparto en un todo que la acusación –corrupción de menores y prostitución infantil– es extremadamente grave. Exige una seria y profunda investigación que deslinde responsabilidades y, eventualmente, que lleve a juicio oral y público a quien fuere.
Juan no es un vecino cualquiera sino un funcionario público. De modo que no puede gozar de prerrogativas especiales. Muy por el contrario, tiene que someterse a escrutinios más rigurosos que el resto de la ciudadanía. Más aún -insisto- ante acusaciones de este tenor.

Demanda de prudencia
Sin perjuicio de ello, también entiendo que no puede pasarse por alto que cualquier imputación emparentada con delitos sexuales trae consigo inconmensurables secuelas en el plano personal y social que difícilmente puedan repararse con el tiempo. Esto requiere que la actuación de los operadores jurídicos sea diligente y al mismo tiempo prudente. Y tengo serios indicios para presumir que los funcionarios que se encuentran a cargo de la investigación, así como los integrantes del Consejo de la Magistratura de la provincia, no están haciendo gala de esa virtud, la prudencia.
Desde el día uno, Juan se puso voluntariamente a disposición de la Justicia y solicitó licencia en sus funciones con el propósito de no obstaculizar la investigación. Sin embargo, el Consejo de la Magistratura dispuso su suspensión preventiva, cuando él no estaba ejerciendo, y luego su desafuero, sin ofrecerle la posibilidad de ejercer una adecuada defensa y a instancias de un pedido de detención de dudosa factura. Y digo esto porque más allá de que no existía motivo alguno para presumir que Juan hubiese eludido la acción de la Justicia o entorpecido la marcha del proceso, son sumamente sugestivas las razones que utilizó el juez Igoldi para procurar su encarcelamiento.

Es que partió de la base de que la víctima tendría temor a sufrir represalias pues los autores del hecho tendrían “poder”. Sin embargo, la joven nunca incriminó a Juan. Sin ir más lejos, dijo que no habían mantenido relaciones sexuales y que era un hombre decente. Lo que pretendo subrayar aquí es que este punto de partida –que Juan ejerza o tenga poder– es de lo más falaz. De lo contrario no estaría –hoy– encerrado y en ningún momento hubiera sido apartado de su cargo.
En esta misma línea, Igoldi puso de relieve que Juan era juez de cámara de la capital de la provincia y que no había tenido “empacho” en divulgar contactos asiduos con jueces, funcionarios, legisladores y doctrinarios de renombre. No tengo presente los años que lleva trabajando en el Poder Judicial pero no me sorprende que haya forjado vínculos de todo tipo. Incluso, en el seno de otros órganos de gobierno. Aunque sí me sorprende –si las cosas fueran como las describió el juez– que ninguno de  sus vínculos le haya prestado ayuda.
Reitero. Hoy por hoy, Juan está encerrado.

Luego, trajo a colación la capacidad económica de Juan –la que presumió por su cargo funcional– y su paso “impúdico” por la Cámara en lo Criminal cuando aguardó para ser indagado, lo que habría dado cuenta de su poder para “ingresar en dependencias judiciales del fuero sin reparo alguno de guardias de seguridad”. Sin perjuicio de las peculiaridades de estos datos, en particular, que Juan no tenga pudor o que pueda moverse con facilidad en su lugar de trabajo; lo concreto es que nunca utilizó sus presuntos medios o supuestas aptitudes para fugarse. Justamente, hizo todo lo contrario.
Estas consideraciones y, especialmente, los pasajes de la resolución que cité (“empacho” o “impúdico”) me llevan a poner en duda que la detención encuentre asidero en elementos objetivos y en presunciones medianamente aceptables. No estamos hablando de una medida de coerción cualquiera sino de una restricción que, en la práctica, se vive igual que la pena y que conlleva un sinnúmero de consecuencias que jamás serán reparadas.

Y este cuadro de situación es aún más crítico si se tiene en cuenta que la propia damnificada, además de negar en cámara Gesell que hubiese mantenido relaciones sexuales con Juan, dijo que sólo lo había visto una vez en la vida. Precisamente, en un asado que compartieron con otros cinco comensales. Esto, si no desmorona la acusación, cuanto menos siembra la duda y exigiría que el juez y los integrantes del Consejo de la Magistratura –a diferencia de lo que vienen haciendo– actuaran con mesura. Nada ni nadie podrá devolverle el tiempo de encierro a Juan. Y la denuncia de haber sido protagonista de un delito sexual, independientemente de la decisión judicial que recaiga después, difícilmente será olvidada.

* Secretario General de la Asociación Pensamiento Penal (APP)

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