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Monseñor Pablo Cabrera

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Por Carlos Ighina

La avenida Monseñor Pablo Cabrera es un camino vital para la ciudad. Su trazado da movilidad y dinámica a un sector de indudable importancia urbana y económica.
Los que diariamente la recorren conocen de su utilidad y trascendencia, así como saben disfrutar del agradable entorno de sus cuadras. Es que la suave pendiente que conduce hacia el norte resulta ante todo un interesante paseo con llamativas panorámicas citadinas amparadas por el frescor de una sombra vegetal.
Sin embargo, corresponde que nos preguntemos: ¿Quién era monseñor Cabrera?
El nombre de las cosas suele tener la virtud de dignificarlas, de darles una jerarquía, una dimensión distinta.
Aparte de ser elegante y funcional al dilatado cuadrilátero que es Córdoba, la avenida Monseñor Pablo Cabrera, posee una denominación que la distingue y que la califica. Ocurre que lleva en su nomenclatura el deseo de la comunidad de honrar a un ilustre y esclarecido personaje, a un sacerdote y a un hombre de estudios que por muchos años fue sinónimo de la Córdoba culta.
Nacido en San Juan, en 1857, fue párroco, antropólogo, etnólogo, lingüista, famoso orador y minucioso investigador de la historia y de las señales del pasado en el territorio cordobés y de vastas regiones argentinas.
A los doce años optó por la vocación sacerdotal y viajó a Córdoba para estudiar en el Seminario Conciliar de Nuestra Señora de Loreto, ubicado entonces en la actual Plazoleta del Fundador. Precisamente al tiempo de arribar Cabrera a Córdoba, dejaba de ser prefecto de estudios de esa casa de formación religiosa, el padre José Gabriel Brochero, hoy canonizado.
Ordenado sacerdote en 1883, Cabrera fue nombrado capellán del Colegio de María, destino en el que permaneció doce años. Sin descuidar sus responsabilidades religiosas, se dedicó por entonces al cultivo de las letras y a sus aficiones musicales, componiendo varios melodramas que fueron representados y cantados.
Su rica personalidad no pasó inadvertida, pese al aparente retiro en el claustro de las Esclavas del Corazón de Jesús, trascendiendo pronto su prestigio de orador y conociéndose sus primeros trabajos de investigación histórica.
Cuando Adolfo Saldías, precursor del revisionismo histórico, aventuró sus críticas sobre la personalidad de Manuel Belgrano, Cabrera realizó una encendida apología del prócer, lo que le valió la consideración general.
Activo y entusiasta participó de la redacción del diario católico Los Principios y se hizo cargo de la asesoría del Círculo de Obreros Católicos.
Sin embargo, los vecinos de Córdoba, tanto los piadosos feligreses como los amigos de la cultura, lo incorporaron a la memoria colectiva desde su gestión parroquial de tres décadas en la Iglesia del Pilar, a partir de 1896.

El templo del Pilar había comenzado a construirse hacia 1738 con base en una donación de las hermanas Jacinta y Gregoria Sobradiel en aquel arrabal de la intersección de las actuales avenidas Olmos y Maipú. Las obras, luego de ser abandonadas, fueron completadas por el sargento mayor, don Fernando Fabro, quien tuvo la misión de extraditar a los jesuitas en 1767.
Fabro fue fundador asimismo de la Hermandad del Pilar, cofradía que tenía, entre otros objetivos, el de acompañar a bien morir a los condenados a la pena capital. En los aledaños de la primitiva capilla, luego convertida en la segunda parroquia de Córdoba,en1888,“se suministraba sepultura a los pobres y a los muertos en batalla”.
A lo largo de su prolongado período parroquial, monseñor Cabrera –título honorífico el de monseñor que se confiere a algunos sacerdotes por sus méritos particulares- cuidó con celo del órgano a viento de principios del siglo XIX, cobijado bajo un recinto recubierto con telas pintadas al óleo.
La figura del padre Cabrera era connatural con la fachada de ligero estilo barroco colonial de la iglesia, donde se destacaban a ambos lados de la entrada principal originaria, sendos esbozos de columnas jónicas a modo de detalle ornamental.
Mucho podemos decir de Pablo José Segundo Cabrera y lo intentaremos, pero mejor dejémonos conducir por la guía de un poeta, de un hijo de Córdoba: Arturo Capdevila, que en sus versos supo valorar el perfil espiritual e intelectual del sacerdote y humanista.
Cura muy ilustre había:
era el cura Pablo Cabrera.
De las plegarias pasaba
al encanto de las letras
que más cosas le decían,
seguro, cuanto más viejas.
En dos trazos, Capdevila define la personalidad de monseñor Cabrera, y más luego agrega, como para caracterizarlo mejor:
Le amó la Universidad,
fue monseñor de la Iglesia,
y los incas se alegraron
con su devoción de América,
que era varón muy cabal
ese monseñor Cabrera
Y al final dibuja esta estampa, cuando ya venerable pasaba su prestigio por las calles y recintos de Córdoba, le decía:
Ya muy cano andaba al fin,
y cenicientas las cejas,
marchitos los mansos ojos,
la cara cansada y yerma.
Tal vez en las tardes de quietud sea posible percibir su estampa, arqueado el gesto, como oteando la ciudad de sus amores. Es entonces cuando podemos detenernos un momento para hacerle caso a Capdevila en sus versos postreros:
Diga todo el que le nombre
(si es de noche, mire una estrella):
¡Agradecida memoria
para monseñor Cabrera!

Su vocación por la etnología aborigen y, por consecuencia, su interés por lo americanista nació en forma espontánea cuando, apremiado por algunas dolencias psicofísicas y casi con 40 años, se retiró un tiempo a las serranías y así pudo descubrir relictos óseos y petroglifos que le hablaban de una cultura más que primitiva, preexistente a la llegada de los europeos.
Luego, por muchos años, sus salidas a la campaña, en particular al valle de Punilla o las regiones de Cruz del Eje o La Candelaria, lo encontrarían, a a pie o a caballo, buscando las huellas de un pasado que lo apasionaba.
Su intelecto y su constancia lo impulsaron a producir y así fue dando a la imprenta estudios como Etnografía indígena argentina, Los aborígenes del país de Cuyo, Los lules, En el país de los juríes, Coronas incas (en colaboración con Enrique Martínez Paz), Estudios sobre etnología argentina, Araucanos en la Argentina, Gasta y Llacta en boca de los aborígenes y Córdoba del Tucumán, prehispánica y protohistórica, entre muchos otros trabajos de temática similar.
Habitual y consuetudinario consultante del Archivo de Tribunales, sin por ello relegar la visita a otros archivos de la ciudad e incluso de ciudades como Buenos Aires, La Rioja, Santa Fe y Tucumán, pudo documentarse exhaustivamente para escribir sobre asuntos relativos a la historia de Córdoba y también de otras provincias argentinas.
Su vínculo con la Universidad de Córdoba duró medio siglo, representándola incluso en el Congreso Científico Internacional realizado en Buenos Aires. La Casa de Trejo lo reconoció, designándolo doctor honoris causa y creando, después de su muerte, el Instituto de Estudios Americanistas, con base en sus libros, documentos y manuscritos.
A su empeño se debe la creación del Museo Histórico Provincial, con sede en la casa del marqués de Sobre Monte, en 1919, y de la Junta de Estudios Históricos en 1824.
Miembro titular de la Sociedad Americanista de París, el autor de las sabrosas Misceláneas y de Córdoba de la Nueva Andalucía, falleció en Córdoba el 29 de enero de 1936. Sus restos inicialmente fueron sepultados en la Iglesia Catedral, para luego, en 2013, ser trasladados al templo de Nuestra Señora del Pilar, al costado del cual tuvo su casa, con una valiosa colección de antigüedades, que en 1925 le adquirió el gobierno de Alvear, en tiempos de necesidades para el párroco.
Sumemos nuestra voz a la de Capdevila en la alabanza a monseñor Cabrera.

Abogado-Notario.
Historiador urbano-costumbrista
Premio Jerónimo Luis de Cabrera

 

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