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Malala, Kailash, Sarmiento, el papa y nosotros (II de IV)

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La historia de la educación de las mujeres en nuestro país reconoce un pionero que, deslumbrado por la actividad pública y política de las mujeres europeas, pretendió emular la educación que aquéllas recibían para promover su desarrollo y darles un papel más activo en la vida pública: Bernardino Rivadavia (BR), bajo cuyo impulso se crearon escuelas, se fundó la Universidad de Buenos Aires, el Museo de Ciencias Naturales y el Cementerio de La Recoleta, entre otras realizaciones trascendentes.

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Él contrató científicos extranjeros destacados en ciencias, que luego de establecerse en nuestro país se dedicaron a la enseñanza y la investigación. Esas decisiones causaron su choque con sectores conservadores y clericales. Debió renunciar, exiliarse y fue obligado a morir en el exilio con tanto extrañamiento que dijo que “era su deseo que su cuerpo nunca descansara en Buenos Aires”. Recuperada su figura, fueron repatriados sus restos y se impuso su nombre a la avenida más larga de Buenos Aires en un gesto reparador.

Rivadavia sostenía que “no hay medio ni secreto para dar permanencia a todas las relaciones políticas y sociales como el de ilustrar y perfeccionar tanto a los hombres como a las mujeres, a los individuos como a los pueblos”. Creía también en la obligación ineludible del Estado en la educación, al afirmar: “La ilustración pública es la base de todo sistema social bien reglado, y cuando la ignorancia cubre a los habitantes de un país, ni las autoridades pueden con suceso promover su prosperidad, ni ellos mismos proporcionarle las ventajas reales que esparce el imperio de las leyes”.

Sin embargo, BR no logró instrumentar adecuadamente esta medida, como tampoco otras decididamente progresistas para la época, porque los elementos con que contaba para ello eran en extremo conservadores. Vendrían luego tiempos de reescribir la historia que convertieron su figura en síntesis de los males de la república. Pocos recuerdan su visión sobre la educación de las mujeres. Lo recordaba sin sombra de duda alguna Antonio Sobral, ese enorme maestro y educador, al inaugurar en la ciudad de Villa María un establecimiento educativo mixto señero y vanguardista en su formación, el Instituto Secundario Bernardino Rivadavia y su homónima Biblioteca Pública, por la que todas las generaciones de la ciudad accedieron al goce de una vastísima y diversa oferta literaria, reivindicando con esta nominación tanto tiempo de oprobio y contribuyendo a democratizar el acceso a la lectura de toda la población.

Uno de sus biógrafos, Juan María Gutiérrez, expresó una triste y dramática síntesis que excede la figura de Rivadavia: “El viento de nuestras querellas ha llevado en pedazos a nuestros viejos próceres. Es preciso buscar la huella de sus pasos en el camino del destierro, en el pavimento de las cárceles, en la sombra triste donde los confinó la injusticia ajena a los propios desengaños”, por lo que se propone “formar la presente galería de hombres célebres del país, entre los cuales se coloca en primera línea a don Bernardino Rivadavia”.

Era necesario que irrumpiera en la escena política un personaje de la visión, atrevimiento y obsecación de Domingo Faustino Sarmiento y su concepción de la nación como una gran escuela pública para que nuevamente las mujeres fueran puestas en el foco del derecho a la educación.
Sarmiento afirma que “de la educación de las mujeres depende la suerte de los Estados; la civilización se detiene a las puertas del hogar doméstico cuando ellas no están preparadas para recibirla (… ) que las mujeres sean capaces de resolver todos los problemas que pueden ofrecerse a un individuo en nuestro Siglo XIX; esto es, de generar dinero; lo cual por sí solo basta para que haya quien no conciba la inmensa revolución que este solo hecho puede producir” (Educación Popular, 1849). Para señalar la osadía de estos conceptos de Sarmiento baste recordar que Virginia Woolf reclamará el mismo derecho en Inglaterra recién un siglo después.

Sarmiento no reduce su concepción educativa a la mera elaboración de principios (revolucionarios para su época): “La educación ha de preparar a las Naciones en masa para el uso de los derechos que hoy no pertenecen ya a tal o cual clase de sociedad, sino simplemente a la condición de hombre”. Sí, sí, Sarmiento habla y escribe sobre derechos humanos a los 38 años de edad, en 1849. Fija también la ineludible responsabilidad del Estado: “La educación no es una calidad sino una obligación para el Estado, un derecho y un deber a la vez para los ciudadanos.”

Y Sarmiento va más allá y durante su presidencia se crean las escuelas normales, con una visión federal: la primera será la de Paraná, en 1870, y en los años siguientes se autoriza por ley la creación de Escuelas Normales de Señoritas en la capital de cada provincia que lo solicitara; contrata maestras norteamericanas lideradas por Mary Mann para que funden y organicen 18 escuelas normales. Hasta ese momento la docencia era una actividad masculina, realidad modificada por las inmigrantes europeas y norteamericanas, sumadas a las instituciones de formación docente referidas.

Sarmiento, víctima de persecuciones y exilios en vida, ha sido también permanente destinatario de bombas de alquitrán en los monumentos que lo recuerdan en nuestro país y también blanco de importante literatura crítica que desmerece su obra.

Pese a ello, ha sido tal la trascendencia de la tarea realizada que el día de su muerte fue instituido como Día Panamericano del Maestro, por decisión de la Conferencia Interamericana de Educación de 1947.

(*) Abogada. Ensayista. Autora del libro Ser mujer en política.

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