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La Revolución Cultural vista por ojos argentinos

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Por Silverio E. Escudero

Un juego de fotografías nos lleva al 1 de octubre de 1966. No es un día cualquiera. Se celebra el 17º aniversario de la proclamación de la República Popular China

Dice un viejo refrán que los libros, como los hombres, tienen su destino: no se trata de una abstracción sino de un intento de explicar de alguna manera las circunstancias que rodean a quien investiga. Las razones por las que, al inclinarse sobre viejas, amarillentas y agrietadas páginas, se permite observar con detenimiento, más allá de los textos, el paso del hombre y su tragedia. Tragedia que se traduce muchas veces en la destrucción de valiosos testimonios por razón de Estado o por despertares religiosos o políticos, cuajados de fanatismo.
China, la siempre misteriosa China, es un desafío. Tanto en su época imperial como en los tiempos de Mao Tse Tung, el misterio y el ocultamiento fue una constante a los ojos occidentales. Mucho más cuando se procura adentrarse en los recovecos de la Ciudad Prohibida o en los entresijos de la Revolución Cultural y su guía.
Un juego de fotografías nos lleva al 1 de octubre de 1966. No es un día cualquiera. Se celebra el 17º aniversario de la proclamación de la República Popular China.
Fotografías que pretenden representar parcialmente el desfile de uno, dos, tres cuatro millones de guardias rojos ante la tribuna levantada en plaza de Tiananmen para corear su apoyo militante a la Revolución Cultural y su guía. Un envejecido Mao, que custodiado por los que más tarde se los reconocerá como la Banda de los Cuatro, tras superar el fracaso del Gran Salto Adelante, se lanzaba a reconquistar el poder con el inestimable apoyo del ejército y un poderoso aparato de propaganda, que le permitió eludir los organismos permanentes del Partido Comunista Chino que habían osado levantar su voz en queja.
Era nuevamente “El Gran Timonel” que intentaba hacer prevalecer en el mundo “la vía china” al comunismo. Receta que resistían casi con ferocidad los comunistas prosoviéticos de todo el mundo a excepción de los albaneses y del por siempre astuto mariscal Josip Broz Tito, que gobernó Yugoslavia desde finales de la Segunda Guerra Mundial hasta su muerte, sucedida el 4 de mayo de 1980.
Ese desfile del 1de octubre fue único, irrepetible. No hubo, por cierto, parada militar, tanques de guerra, misiles, ni aviones sobrevolando. Tampoco una colorida puesta en escena llena de dragones multicolores.
Durante horas sólo se vio –según testigos occidentales- un desfile ininterrumpido de jóvenes guardias rojos con brazaletes, chaquetones azul o caqui y camisa blanca. Y miles de mujeres, que se habían cortado las trenzas en señal de liberación para reclamar su puesto en la vanguardia revolucionaria. Enarbolando todos el Pequeño Libro Rojo, que alguna vez tuvimos en nuestras manos, al ritmo de consignas, constituyendo una marea roja sobre la cual flotaban banderas, carteles y pancartas que remitían a consignas permanentes del viejo Mao, que aparecía rejuvenecido.
Ésas que habían servido para despertar –en 1949- un país atrasado y que debía responder al reto de los tiempos aprendiendo a cubrir sus necesidades elementales, para así salir de ese mundo trágico de las hambrunas permanentes que agobiaban a una población en constante crecimiento. Un crecimiento exponencial que necesitaba con urgencia atención médica e introducir hábitos elementales de higiene y cuidados sanitarios, allá donde nadie llega, en lo mas profundo del mundo rural.
Todo lo que se hacía no alcanzaba. Fueron batallas ciclópeas las que llevaron adelante maestros alfabetizadores y médicos que no sólo enseñaban y curaban, sino que emprendieron una cruzada que aún no concluye: promover la igualad de de derechos de todas las mujeres y su inserción social y política.
Medidas que fueron consideradas exitosas muchas veces a costa de una brutal y feroz presión política y social, persiguiendo con tenacidad el robo, el juego, la prostitución y la corrupción. Aunque este último flagelo encontró un nicho ecológico propicio en las estructuras del propio partido, cuyos dirigentes se enriquecieron tanto que fueron clientes destacados de los paraísos financieros.
La “China Revolucionaria”, más allá de los excesos cometidos y las valoraciones políticas de diverso tipo, incorporó a la realidad política y económica a 600 millones de seres humanos que vivían marginados, que no figuraban en ningún registro y que, para Japón y las potencias coloniales occidentales, eran objeto de saqueo y caza para reducirlos a la servidumbre y la esclavitud.
Alguna vez será necesario profundizar en la Revolución Cultural para saber si son ciertas las razones por las cuales fue declarada oficialmente una gran catástrofe. Responsabilidad que le fue imputada a la Banda de los Cuatro integrada por la viuda de Mao, Jiang Qing, y tres de sus más íntimos colaboradores: Zhang Chunqiao, Yao Wenyuan y Wang Hongwen, quienes habían desempeñado altos cargos en el gobierno durante los últimos años de la vida de Mao.
Jiang Qing, patrocinada por Mao, en 1966 se puso al frente del aparato cultural del Estado mientras que los otros tres eran altos dirigentes del partido en Shanghai. A este grupo podrían añadirse otros dos hombres, fallecidos en 1976, Kang Sheng y Xie Fuzhi, que fueron también acusados de pertenecer a la banda, así como el líder militar Lin Biao, que murió en un extraño accidente en 1971 y a cuya campaña posterior de desprestigio se sumó la propia Jiang.
Las fotos que han motivado este encuentro nos fueron proporcionadas por una viajera argentina que, gracias a vínculos diplomáticos profundos con la legación albanesa, pudo ser testigo privilegiada de un tiempo de cambio profundo. No encontraremos los rostros de la tragedia ni de los horrores cometidos por la Revolución Cultural.
Sí, en cambio, muchas de esas pistas están consignadas en su diario de viaje. Diario que despertó el interés de editores europeos porque existen escasos testimonios de ese período histórico.
Fuera de estudiantes que vivían en el medio chino, “Pekin contaba con pocos extranjeros –aparte del personal de las embajadas-, y menos aún occidentales”, dice Solange Brand, autora de Pekin 1996 – Petites histoires de la Révolutión culturelle. “Era mucho antes de la diplomacia ping-pong. Saturados como estamos hoy de imágenes e informaciones dispersas, fraccionadas, contrastadas”, apunta, por lo que el nuevo aporte abre una gran ventana a un mundo familiar no hollado por la televisión en directo ni por la radio ni, por cierto, Internet. Es China, la misma que Brand conoció en directo.
Malena DeMarco, la dueña de ese diario y estas fotografías que deben permanecer guardadas hasta ser editadas en conjunto, está de vuelta después de vivir largamente en Asia y África. Su mirada es diferente. No está contaminada de los prejuicios y dogmatismos occidentales. Por eso la excepcionalidad.
Sólo queda seguir formulando preguntas, las mismas que no encontraron respuestas entre el cuerpo diplomático ni en los militantes pro chinos de nuestra universidad, como tampoco en los documentos y testimonios de los combatientes de Sendero Luminoso.
Fueron diez años de sangriento caos que dejó, según los cálculos de los expertos, cerca de dos millones de muertos, una economía arrasada, un patrimonio cultural milenario destruido y una psiquis nacional traumatizada. Es una herida abierta que nadie se atreve a suturar porque nadie tiene el más mínimo interés en pasar revista a una época sangrienta y poner en entredicho su legitimidad.
Cuestión que lastimaría, aún más, la imagen de Mao, El Gran Timonel. Tarea que asume como propia el presidente chino, Xi Jinping, educado en esos valores y que, al parecer, ha adoptado algunas prácticas heredadas del Gran Timonel: una campaña contra la corrupción que le ha servido para librarse de posibles rivales y un férreo control de la sociedad civil.

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