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La necesaria paz a construir

Por Miguel Rodríguez Villafañe *
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Por Miguel Julio Rodríguez Villafañe (*)

En el país y el mundo vivimos momentos de zozobra, en los que se pierde la paz y crece el miedo y la inseguridad.
La intranquilidad que ello produce resulta un terreno fértil para que las ideas y las convicciones humanas puedan ser instrumentalizadas fácilmente, con fines de poder o de venganza, contrarios a los objetivos de una humanidad que se respete a sí misma. Siempre resulta insuficiente insistir en la importancia de educar para la paz y en la tarea poner el mejor empeño.
La sociedad debe reafirmar su coherencia con los valores esenciales que la nutren y la justifican.
No se pueden volver relativos o perecederos conceptos fundamentales, como el respeto a la vida, a la libertad, a la dignidad de la persona, a la igualdad y equidad, a la no discriminación, a la justicia social y a la vigencia integral de los derechos humanos. La corrupción social empieza por relativizarlos, para luego anularlos por indiferencia.
La paz implica una actitud interior y trascendente, que se potencia cuando se proyecta a la sociedad. Es un anhelo y una esperanza que se dan de manera imborrable en el corazón de cada persona, por encima de las realidades culturales específicas.
Los jóvenes, en particular, deben aprender que la paz no es una ingenuidad al servicio de lo imposible, por el contrario, que permite que los hombres y las mujeres nos podamos ver a los ojos y darnos las manos en una empresa común de convivencia comprometida y respetuosa de la policromía de paisajes humanos, que nos enriquecen en sus diferencias.

La vocación por la paz debe obligarnos a esforzarnos, en medio de los conflictos, para dar razones de vida y evitar que la seducción de la violencia irracional, material o simbólica imponga sus argumentos de muerte. Tampoco ninguna forma de dominio gubernamental autoritario o de imperialismos que se autojustifiquen sólo en la fuerza pueden presentarse como garantía de una verdadera paz. Cuando la razón que manda es la violencia injusta nunca se triunfa, es la derrota más profunda de la comunidad humana.
Además, ella no se sustenta en el equilibrio de los armamentos de las naciones y es inaceptable que la humanidad se extorsione a sí misma sosteniendo que se construye paz, sobre la base de armas capaces de lograr la destrucción de países o del mundo.
Y menos que en el uso de la violencia se justifique que haya pérdidas de vidas inocentes o de personas que resulten gravemente perjudicadas sin razón y se explique, de manera endulzada, como meros daños colaterales por supuestos fines superiores.
La paz también implica la firme convicción de que el terrorismo, de cualquier tipo, como la violencia interesada en objetivos no enaltecedores de lo humano, son incompatibles con el auténtico espíritu de todas las personas de bien y menos de parte de religiones como el judaísmo, el islamismo o el cristianismo porque en todas en estas creencias la palabra de Dios, en los textos sagrados -Torá, Corán y Biblia-, invitan siempre a tener actitudes de paz.
La vocación de paz es imprescindible porque más grave que la ausencia de paz es la incapacidad de anhelar la paz, cuando impera la violencia.

La paz es un esfuerzo y no es un estado de éxtasis. Hay que trabajar por ella, con determinación firme y perseverante. Los verdaderos valientes son los que buscan la paz. Las guerras sólo disfrazan cobardías con armas.
Tampoco hay paz si se miente sin pudor, en especial a los más débiles, como en los últimos tiempos que se practica con las llamadas posverdades, o sea, mentiras que dejan tranquilos sentimientos del momento pero que no se atienen a la realidad.
Ciertamente, sólo sobre la verdad se construyen los fundamentos de una auténtica paz. También se afecta la paz cuando las mentiras construyen estereotipos discriminantes que resultan inaceptables y que se han fijado por cierta industria del entretenimiento y la información, que tanto daño hacen a la verdad integral y a la paz.
Películas y obras en las que, tramposamente, se muestran siempre como avaros usurarios a los judíos; como terroristas a los musulmanes; como mafiosos o traficantes de drogas a los italianos y latinos-católicos y como delincuentes a los pobres.
Sólo la verdad puede sensibilizar los ánimos hacia la justicia, abrirlos al amor y a la solidaridad, y alentar a todos a trabajar por una humanidad realmente libre y solidaria, que cobije -especialmente en este momento- a los migrantes que huyen de la guerra o de graves conflictos.
A su vez, no hay paz sino se asegura el pleno respeto de los derechos humanos y el acceso y preservación del empleo. Nada justifica el sufrimiento de inocentes porque la paz implica la firme voluntad de defender la dignidad de todas las personas.

Ninguna ofensa a la dignidad humana puede ser tolerada, cualquiera sea su origen, modalidad, excusa con la que se la busque justificar o el lugar en el que sucede. La historia demuestra que la indiferencia ante ello ha sido la antesala de grandes crímenes contra personas, naciones, etnias, religiones y pueblos.
La paz implica el compromiso de estar de la parte de los que sufren a causa de la miseria y el abandono, haciéndonos portavoces de quienes no tienen voz y trabajar, concretamente, para superar tales situaciones con la convicción de que nadie puede ser feliz solo.
Y en esta lucha, además, dar razones para vivir que entusiasmen a tantos que, en la soledad y el dolor, caen en manos de la droga y del alcohol.
La convocatoria a una actitud de paz siempre ha estado impresa en el corazón de todo lo humano e implica, en sí misma, una actitud interior y trascendente que se potencia cuando se proyecta a la sociedad.
Es un deber y una responsabilidad indelegable de todos y cada uno buscar la paz y trabajar por ella. Tenemos que cambiar la historia.
No podemos permitir que nos quieran obligar a creer que la paz es un sueño imposible, que la justicia es una utopía y que no es posible el bienestar compartido entre todos.

(*) Abogado constitucionalista

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