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La leyenda de “Dedos Fríos”

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En una época signada por la violencia, se destacó por producirla, sin poder escapar de ella

Por Luis R. Carranza Torres

John Wesley Hardin nació en uno de los hogares más respetables de Bonham, estado de Texas -poco antes birlado por Estados Unidos a México-, el 26 de mayo de 1853. Hijo de un pastor metodista, su nombre de pila le fue dado en honor a John Wesley, fundador de dicho movimiento religioso. Creció pues, en un ambiente devoto, sin que nada hiciera esperar que su vida tomaría el rumbo por el cual alcanzó ribetes trágicos de leyenda.
Dicen que todos somos “esclavos” de la cultura de la época en que vivimos. Algo así pasó con Hardin. Le tocó existir en un tiempo en que la violencia era una forma aceptada de solucionar conflictos. Por añadidura, tenía sólo 12 años cuando los Estados del sur -Texas incluido- fueron derrotados en la Guerra de Secesión. La pérdida de la contienda y la subsiguiente ocupación militar norteña de los Estados rebeldes tuvo un fuerte impacto en Hardin y le desarrolló un fuerte odio hacia la autoridad.
Tal como escribió en su autobiografía, Life of John Wesley Hardin as Written by Himself, que no llegó a completar y se publicó póstumamente en El Paso, en el año 1896: “Los principios de la causa sureña crecían en mi mente grandiosos, resplandecientes y sólidos mientras los meses y los años pasaban. Veía a Abraham Lincoln quemado en efigie y pulverizado en pedazos tan frecuentemente que lo creía el mismo demonio encarnado, pues le estaba oponiendo la más cruel guerra al sur para robarle sus sagrados derechos” (…) ‘La manera como doblas una ramita será la manera como crezca’, dice un viejo dicho muy certero. Por todo esto crecí como un rebelde”.
Tenía sólo 15 años cuando un antiguo esclavo, de nombre Mage Holzshauzen, quien había jurado venganza por una pelea perdida, quiso atacarlo con un garrote mientras andaba a caballo. Hardin le disparó varias veces, hiriéndolo de muerte. Podría haber alegado legítima defensa, con alguna perspectiva de éxito. Había, incluso, ido en busca de ayuda para el atacante, luego de balearlo. Pero eligió huir. Como lo justificaría en sus memorias: “Ser juzgado en ese momento por el asesinato de un negro significaba muerte segura en manos de un tribunal respaldado por bayonetas del norte (…) así, a regañadientes, me convertí en un fugitivo no de la justicia, sino por la injusticia y el desorden de la gente que había subyugado el Sur”.
Había caído en una espiral de violencia de la que nunca más saldría y terminaría sellando su suerte. En las siguientes semanas, mataría a tres soldados norteños enviados en su búsqueda. Se convirtió entonces en un forajido de leyenda, de idéntica categoría a Billy “The Kid” o Jesey James.
Había por aquel tiempo una expresión en Texas, tomada del idioma español, para esta clase de pistoleros pendencieros que atraían la muerte a donde estaban. Se los llamaba “desesperado”. Hardin fue un exponente de tal categoría, con unas 44 muertes en su haber por múltiples trifulcas, la mayoría iniciadas por causas enteramente fútiles. Un comentario que no gustaba, una deuda, una mirada bastaba para hacer hablar los revólveres.
En 1871 se casó con Jane Bowen, su antigua novia en su pueblo, con quien tuvo dos hijos. Fue el amor de su vida, del cual poco y nada pudo disfrutar. Pasó la mayor parte de los años siguientes huyendo, con un precio puesto por su cabeza que llegó a elevarse a la nada despreciable suma -para la época- de 5.000 dólares.
Capturado por un grupo de Texas Rangers en Pensacola el 23 de julio de 1877, fue condenado por una corte al año siguiente a 25 años de prisión. Durante su condena pasó su tiempo estudiando derecho, teología y matemáticas. También recuperó su fe religiosa y se convirtió en superintendente de la Escuela Dominical en la cárcel. Eso le valió ser liberado luego de sólo 17 años de condena, por buena conducta. Se mudó con sus hijos al condado de Gonzales, pues su amada Jane había muerto dos años antes mientras él estaba en la cárcel. Luego se trasladó a El Paso, donde intentó trabajar como abogado. “Litigo en todos los fueros”, decía su tarjeta. Pero se le dificultó conseguir clientela a causa de su pasada vida que, como una sombra oscura, volvía para meterlo en viejos problemas.
El último de ellos fue cuando el  19 de agosto de 1895, aproximadamente a las  11:30, el ayudante del comisario John Selman entró al bar Acme Saloon donde Hardin jugaba a las cartas y, acercándose por detrás, le disparó un balazo a la cabeza, en represalia por andar diciendo “cosas desagradables” sobre su hijo, después que arrestara por “vagabundeo” a la “novia” de turno de Hardin.

En su obituario, aparecido el 23 de enero de 1896 en el periódico Cuero Daily Record, se expresaba sobre él: “Era un típico ‘desesperado’ de Texas del tipo más antiguo que jamás fuera retratado en una novela de diez centavos. Era de peso medio, casi seis pies de alto, derecho como una flecha y tez clara, con un ojo tan agudo como un halcón. Como experto (…) podía disparar con la misma rapidez y apuntar tan directamente como el mejor. Era casi segura la muerte de alguien que estaba delante de su arma cuando Hardin tocaba la cacha de su revolver”.
Murió como había vivido, símbolo como pocos de la brutalidad y poco sentido de la vida en el oeste estadounidense de la época. Claro que luego, Hollywood se encargaría de darle un aura romántica y aventurera a todos estos actos de puro salvajismo homicida.

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