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La educación pública en cuestión…

Por Alicia Migliore*
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Es altamente preocupante que la Corte Suprema de la Nación se demore en resolver el planteo de los padres salteños, quienes reclaman el derecho de sus hijos a recibir educación laica en la escuela pública.

Por Alicia Migliore

Hay cuestiones sociopolíticas que merecieron luchas de años, décadas, siglos y parecen estar saldadas, hasta que al menor descuido los aparentemente derrotados vuelven a la carga tratando de sorprender a los más incautos.
Algo de eso ocurre con aquella vieja discusión relativa a la educación, que en nuestro país, tan afecto a las luchas intestinas, enfrentó a familias enteras.
Desde la sanción de la ley 1420, que establecía la educación común, gratuita y obligatoria, quedó pendiente el pedido de la iglesia Católica de enseñar religión en el horario escolar. Aunque había logrado prevalencia el carácter laico de la escuela pública, la ley no se pronunció al respecto y quedó establecido que la enseñanza religiosa era opcional. Esto significó que desde hace 130 años la discusión y la lucha silenciosa entre dos sectores que no coinciden, subsistan.
A cien años de aquella ley que pretendía acercar el derecho a la educación gratuita a todos los habitantes, sin que importara su condición económica, como modo de superar las diferencias sociales, el presidente Raúl Alfonsín impulsó el Congreso Pedagógico Nacional.

La ideología política se apropió de un debate postergado por años y quedaron defendiendo la concepción de escuela pública estatal los militantes del radicalismo y del comunismo.
En la concepción contraria, que contempla la educación pública de gestión estatal o de gestión privada, en la cual el Estado nacional contribuye a sostener los costos, se encolumnaron la Conferencia Episcopal Argentina, los partidos Demócrata y Justicialista, la Unión de Centro Democrático y el Movimiento de Integración y Desarrollo. Con una militancia de “guerra santa” que, por supuesto, tuvo éxito.
En la provincia de Córdoba, el debate también fue virulento. La sanción de la ley 8113, que establecía el carácter laico de la educación pública, significó que a todos aquellos miembros de la Comisión Representativa que sostenían este postulado, limitados a las minorías religiosas, el radicalismo y los representantes de la izquierda (y luego los representantes políticos que defendieron el texto en la Legislatura Bicameral), fueran prácticamente señalados como herejes a quienes se podía aplicar los tormentos previstos en la Inquisición si ello hubiera resultado posible, según los deseos de monseñor Primatesta y sus dirigidos.
Desde el año de sanción, 1991, hasta su derogación en 2010 por la ley 9870, la situación de la educación navegó por la misma incertidumbre al no cumplirse estrictamente la norma legal, porque todos temían esa suerte de “excomunión tácita”.
La ley nacional 26206 tampoco logró establecer claramente el derecho de los niños y sus padres a no recibir educación religiosa en la escuela pública en el horario escolar.
En tiempos cuando la intolerancia religiosa y el afán de imponer por la fuerza un credo sobre el resto están conduciendo a masacres cotidianas, no puede comprenderse que la iglesia Católica pretenda avanzar con la difusión de su credo en las escuelas públicas.
¿Cuál será el respeto dispensado a los padres que profesan un credo diferente y quieren educar a sus hijos en sus valores? ¿Cuál el dispensado a los agnósticos, librepensadores o ateos?
¿Quién dimensiona la violencia a la que es expuesto un niño al que sus padres solicitan quede exento de la clase de religión, señalado por el resto de sus compañeros en clase? ¿O la violencia inversa que sufre el padre que procura evitar la discriminación del hijo y consiente que reciba los postulados de una fe en la que no cree, para generar fisuras internas en el hogar luego?
¿Acaso se acude a ministros del credo para impartir los dogmas pertinentes?.. ¿o se exige a los docentes, que pueden ser de cualquier religión, que enseñen la católica?
Pregonamos que la escuela instruye, socializa, promueve, pero es la familia la que educa en valores. Parir al hijo es entregarlo a la vida autónoma. Llevarlo a la escuela es entregarlo a la sociedad. Sería atinado esperar que ese hijo pueda ser autónomo en una sociedad madura que no persiga ni discrimine ni imponga.
A quienes estudiamos teología se nos instruyó acerca de las virtudes teologales, que son básicamente tres: la fe, la esperanza y la caridad, todas ellas insufladas por Dios para amar a Dios. La primera, para creer en Él. La segunda para confiar y esperar en Él. Y la tercera para amarlo a Él y al prójimo como a nosotros mismos.
¿A quién se refieren las enseñanzas cuando aluden al prójimo? Sencillamente al próximo, al otro.
¿Cómo conjugan estas tres básicas virtudes si reduzco al otro solamente a aquellos que comparten mi fe? ¿Le estoy exigiendo ser católico para considerarlo otro ser humano, próximo a mí?
Estas y tantas otras inquietudes estallan cuando se contrastan con otra verdad revelada, aquella que establece el “libre albedrío” que dispone el ser humano desde su creación, y por voluntad divina. Ese que hace al hombre elegir en libertad y hacerse cargo de sus decisiones.
Que el cristianismo, que padeció catacumbas y circos romanos, insista en la persecución de aquellos que provienen de otras culturas y cosmogonías es sumamente inquietante. ¿Acaso concibe un Dios que juega a los dados con los seres humanos que nacen bajo diversas culturas y revelaciones, y ya ha predestinado a sus elegidos?
Parece que los representantes de la iglesia Católica y sus fuertes escuderos hacen jugar a Dios un partido chiquito. Le quitan grandeza. Le niegan amor.
Los más enardecidos defensores se parecen a Torquemada, pretendiendo erigirse en dioses terrenales con poder absoluto sobre la vida del resto de los mortales.
Hemos visto este fanatismo en dictadores que se creyeron iluminados. Las imágenes de Franco, Hitler, Goebbels, Himmler, Videla y el resto de los tiranos, defendiendo los valores cristianos en público aunque en privado cometieran los atropellos más aberrantes contra la mayor creación divina: la vida humana.
Cada vez que un militar accedió al poder, se acopló a la más retardataria expresión religiosa para construir un mito según el cual la argentinidad sería más refulgente si era militar y católica.
Quienes hemos padecido los abusos de poder de estos “traductores-traditores” del mensaje de un Dios del amor a un Dios del terror pretendemos supervisar la fidelidad del mensaje que se transmita a nuestros hijos.
Quienes, en su libre albedrío, han elegido otra opción vital, tienen derecho a que su credo sea respetado.
Que la Corte Suprema de Justicia de la Nación demore en resolver el planteo de los padres salteños reclamando el derecho de sus hijos a recibir educación laica en la escuela pública, es altamente preocupante.
Que el Presidente de la Nación y miembros de su gabinete manifiesten “simpatía” por que se imparta educación religiosa en la escuela pública debe constituir una señal de alarma.
Con la esperanza depositada en un dios omnisciente, descontamos que encontrarán mejor favor aquellas personas íntegras en el respeto por la libertad del otro, con independencia de su fe o de su ateísmo o agnosticismo.
Será ése, sin duda, el rol que competa a los siempre denostados radicales que han sostenido desde sus orígenes la necesidad de separar iglesia y Estado. Quienes llevamos estas banderas y libramos estas batallas hablamos en nombre de las minorías. Hablamos en nombre de nuestra libertad.
Creemos en una sociedad de hombres y mujeres nuevos que puedan construir vínculos armoniosos, respetando las diferencias que el próximo o el más lejano tengan. Una sociedad que no se funde en el temor ni en la persecución, ni en la discriminación sino en valores de respeto mutuo y en el cumplimiento del precepto máximo de todas las religiones, que el cristianismo expresa como “amar al otro como a ti mismo”.

(*) Abogada-ensayista. Autora del libro Ser mujer en política

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