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Ir contra la cultura de la muerte

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Por Luis R. Carranza Torres

Frente a la desidia de muchos, dejó escrita una página de valor en la historia de la justicia

Visto desde el ámbito de lo legal, el período del totalitarismo nacionalsocialista en Alemania entre 1933 a 1945 no puede resultar más sombrío. Jueces y magistrados que juraron lealtad personal a Adolf Hitler, leyes oprobiosas como las de Nuremberg, que reencasillaban a seres humanos en categorías tan ridículas como nefastas de “subhumanos”, privándolos de derechos humanos esenciales. Siguieron las sentencias aberrantes, persiguiendo, entre otros, a los delitos de pensamiento, como puede ser la condena a muerte en la guillotina en 1943 de los hermanos Sophia y Hans Scholl, de 21 y 24 años, respectivamente, por repartir panfletos en contra de la guerra.
Dentro de ese aciago cuadro, sólo un juez emerge como un claro exponente de la valentía desde los estrados judiciales.
Lothar Ernst Paul Kreyssig nació en Flöha, Sajonia, el 30 de octubre de 1898. Allí cursó sus estudios y luego en Chemnitz, antes de enlistarse en el ejército imperial en 1916, con motivo de la Primera Guerra Mundial. En los dos años siguientes participó de operaciones en Francia, la zona del báltico y Serbia. Luego de la guerra estudió derecho en Leipzig, recibiendo su título en 1923.
Su carrera judicial la inició en un tribunal de districto en Chemnitz en 1926, del que fue designado juez dos años más tarde. En 1933, con la llegada de Hitler al poder fue de los pocos magistrados que desoyeron el pedido de afiliarse al partido nazi. Lo rechazó, expresando la necesidad que un juez fuera independiente de los partidos políticos. Fue transferido entonces, en 1937, a Brandenburgo, a un tribunal con menores competencias.

En octubre de 1939, el Tercer Reich estableció de parte de sus autoridades nazis el programa “Aktion T4”, de “eutanasia”. En virtud de su normativa, otorgaba facultades a determinados funcionarios, en colaboración con los médicos, para identificar y matar aquellas personas con “vidas indignas de ser vividas”, en palabras del propio Hitler. Las víctimas de esto eran enfermos incurables, niños con taras hereditarias o adultos con discapacidades a las que se calificaba de “severas” y por tanto, improductivos. Todos ellos, se entendía en la normativa eran “no merecedores de la vida”. A la par de la locura de lograr una raza superior por vía de lo que se calificaba como una “higiene racial” estaba, por detrás, la cuestión económica. No era raro encontrar en las instituciones carteles donde al lado de una persona con discapacidad mental se encontraba otra sana, con la frase por debajo: “60.000 marcos es lo que esta persona que sufre un defecto hereditario cuesta a la comunidad durante su vida. Alemán, ése es también tu dinero”.
Fue un genocidio antes de ese otro genocidio que resultó el Holocausto. Se calcula que unas 70.000 personas murieron por causa de estas disposiciones aberrantes. Comenzó por los niños con discapacidad. Mediante diversos engaños se obtenía el consentimiento de los padres o tutores para ser enviados a “Secciones Especiales” bajo la promesa de un mejor tratamiento. Allí eran asesinados mediante una inyección letal y sus muertes registradas e informadas como “neumonía”. Más de 5.000 niños murieron de esa forma. Respecto de los adultos, el traslado era directamente dado desde el Estado y los mataba en cámaras de gas. Fue la primera vez que ese método -que luego se usaría en los campos de exterminio- se aplicó en Alemania.
Entre sus tareas judiciales, Kreyssig era el “guardián legal” de las personas incapaces de valerse por sí mismas y que estaban en asilos u hospitales. Al ver el aumento en los certificados de defunción, dio inicio a una investigación judicial, llegando a descubrir lo que en verdad ocurría e imputar por homicidio al Reichsleiter Philipp Bouhler, alto funcionario del partido nazi, así como otros que tenían a su cargo a sus “pupilos” al momento de su muerte. También prohibió los traslados de personas a otras “salas” sin su consentimiento.

Bouhler era jefe de la Cancillería del Führer del Partido Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores. Su “grado” de Reichsleiter -literalmente traducido, “Líder del Reich”- era el más alto rango político jerárquico en el partido nazi, inmediatamente por debajo de Adolf Hitler y sólo respondía ante él.
Kreyssig informó de lo ocurrido en una carta al ministro de Justicia Franz Gürtner. También se refirió a la privación de derechos de los prisioneros en los campos de concentración nazis, haciendo todos sus argumentos sobre bases jurídicas firmes. Lo citaron a Berlín y le explicaron que todo era legal, porque la orden había sido dada por Hitler. A eso contestó: “Las palabras del Führer no establecen ningún tipo de derechos”. La respuesta del ministro fue que, si Kreyssig no podía “reconocer la voluntad del Führer como una fuente de derecho”, entonces no podía seguir siendo juez y en diciembre de 1940 lo suspendieron de su cargo. La Gestapo intentó, sin éxito, enviarlo a un campo de concentración. Dos años después, en marzo de 1942, se lo obligó a retirarse. La creciente presión popular -sobre todo de los familiares y algunos círculos religiosos, como el obispo August von Galen- llevó a la suspensión “oficial” del programa en 1941 y a que no se tomaran otras represalias en contra de Kreyssig.
Fue una rara excepción de valor, en un ambiente judicial que seguía los dictados del partido y su conductor con ciega e inentendible obediencia.

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