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El protector de la memoria nacional

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Adolfo Pedro Carranza aseguró el resguardo de nuestro pasado, Dedicó sus esfuerzos a proteger los objetos más preciados de la historia argentina.

Por Luis R. Carranza Torres

Adolfo Pedro Carranza nació en Buenos Aires durante la festividad de San Cayetano de 1857. Formaba parte de esa generación que creció en una Argentina constitucionalmente organizada, que con no poco esfuerzo dejaba atrás el quiebre social sangriento entre unitarios y federales. Luego de sus estudios secundarios en el Colegio San Martín ingresó, en 1875, a la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, donde obtuvo el título de doctor en jurisprudencia.

Si bien desempeñó varios cargos públicos, tales como secretario de Legislación y encargado de Negocios en el Paraguay o jefe de sección del Ministerio del Interior, su obra más perenne resulta el Museo Histórico Nacional, del cual impulsó su creación y fue su director durante un cuarto de siglo.

Inicialmente, su iniciativa tuvo carácter local, disponiendo en mayo de 1889 la  Municipalidad de la ciudad de Buenos Aires la creación de un Museo Histórico. Su organización corrió a cargo de una «comisión de notables» la cual, sin distinción de banderías, fue conformada por personalidades públicas entre las que figuraban los expresidentes Bartolomé Mitre y Julio A. Roca.

En sus inicios, el Museo fue un espacio un tanto itinerante: ocupó tres sedes distintas en poco menos de una década: primero en calle Esmeralda 848, luego en Moreno 330 y por último en donde se encuentra actualmente, el Jardín Botánico de la ciudad. A partir de 1897, cuando fue «nacionalizado», se lo instaló en el solar que ocupa hasta el presente, que fue la residencia porteña del acaudalado hombre de negocios salteño José Gregorio Lezama.
Merced a los esfuerzos de su director, el Museo Histórico Nacional pudo lograr una impresionante colección de los objetos más diversos que han sido mudos testigos de nuestra historia colectiva: desde grabados, litografías, prendas varias, daguerrotipos, cuadros, imágenes, hasta banderas, estandartes, armas y uniformes de  las más diversas épocas del país.

Pero Carranza no sólo fue un «recolector» de lo existente. Con motivo de la ola evocativa que despertaron las vísperas del Centenario de la Revolución de Mayo, encargó al pintor chileno Pedro Subercaseaux cuadros emblemáticos de nuestro acervo cultural, como son el Cabildo Abierto del 22 de Mayo, la reunión en casa de Mariquita Sánchez de Thompson, donde se entonó por vez primera el Himno Nacional, y un retrato de Mariano Moreno en su escritorio de trabajo.

Pero quizás su mayor éxito en el rescate de piezas históricas fue haber logrado la repatriación de Inglaterra y donación para el museo del sable corvo del general San Martín, que había sido legado a Juan Manuel de Rosas y a la muerte de éste pasó a la familia Terrero.

A mediados de 1896 empezó con sus oficios, valiéndose de Antonino Reyes, exedecán de Rosas, a fin de que su hija Manuela Rosas de Terrero consintiera donarlo. Se trataba de una cuestión delicada. La clase política argentina era, todavía, profundamente antirrosista. Pero don Adolfo sabía dar fuerza a sus palabras: «Vengo a rogar a V. haga la donación al Museo Histórico, en nombre de su señor padre, del sable que recibió», le escribió el 5 de septiembre de 1896. El 27 de noviembre recibió por carta la respuesta esperada. En la misiva, Manuelita Rosas le manifestaba: «… mi esposo, con la entera aprobación mía y de nuestros hijos, se ha decidido en donar a la Nación Argentina este monumento de gloria para ella, reconociendo que el verdadero hogar del sable del Libertador, debiera ser en el seno del país que libertó». No era menor el gesto. Las autoridades argentinas no la habían tratado en la mejor forma. Era, en los hechos, una exiliada política junto a su familia, sin más causa que ser hija de su padre. También le donó, motu proprio, la bandera que su padre llevó en su expedición al desierto de 1833 y un trofeo del general Arenales de 1820, donado por el hijo de éste a Rosas.

Dicha generosidad no fue, en su momento, correspondida de parte de no pocas personalidades públicas. A pesar del acontecimiento que resultaba la vuelta al país del sable del Libertador, de las esferas oficiales hubo un silencioso y cerrado boicot al evento. Sólo una entidad, la Asociación de la Prensa, fue la única que invitó al pueblo a asistir a su llegada al puerto de Buenos Aires.

«La Prensa», en su edición del 1 de marzo de 1897, expresaba en tinta su «desagradable impresión» por la «poca concurrencia que acudió ayer a presenciar el trasbordo de la espada que perteneció al General San Martín, desde el vapor mercante «Danube» que lo ha conducido desde Southampton, a la corbeta «La Argentina».  La ausencia de representación de los gobiernos, y la poca publicidad dada al acto, contribuyó a que aquella ceremonia sólo fuera presenciada por unas pocas personas». Y si bien la recepción oficial estuvo a cargo del propio Presidente de la República, no fueron pocos los funcionarios que pegaron el faltazo, inclusive entre los oficiales militares. Rosas seguía siendo una mala palabra en la política argentina. Viejos enconos seguían más que vigentes.

La muerte de Adolfo Carranza en 1914 trajo honda congoja en casi todos. Se le reconocía, desde la postura que fuere, haber formado y resguardado una memoria nacional en que todos podían verse. No poco mérito en un país como el nuestro.

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