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El juicio del dique San Roque

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El proceso más célebre del siglo XIX en Córdoba. Casaffousth y Bialet Massé fueron las víctimas de un litigio en el que la política metió la cola.

Por Luis R. Carranza Torres

Las distintas incidencias del juicio por el dique San Roque no pueden entenderse sino es en el contexto político de la época. Miguel Juárez Celman, Revolución del 90 mediante, había perdido no sólo el poder en los ámbitos nacional y provincial, sino también la pulseada con Julio A. Roca. A quien, a pesar de ser su cuñado – o quizás precisamente a causa de ello-, había disputado la hegemonía de su liderazgo nacional.

El dique San Roque es quizás la obra que mejor representaba las ansias de cambio y progreso de Juárez Celman, tanto como gobernador de Córdoba primero y como presidente luego.

Por supuesto que el «juarismo» no era tampoco un «bebé de pecho». A la par de su visión de progreso, corría paralelo un personalismo que recordaba demasiado a Rosas como para ser bien visto por muchos sectores.

La actuación payasesca y apocalíptica de Federico Stavelius sería inentendible de no ser porque fue el propio presidente de la nación de entonces, don Carlos Pellegrini, quien lo enviaba.

Podemos decir, en descargo del mandatario, que ya estaba de antes en el «Departamento de Ingenieros de la Nación». Precisamente, con Juárez Celman. Bialet Massé le inició un juicio por falso título, en paralelo con la investigación del dique, y se lo ganó. Lo único que Stavelius tenía de ingeniero era un decreto de un presidente abogado.

No es de extrañar, entonces, que el acto de constatación de las grietas en el muro del «Coloso», como se denominaba a la novel obra, durante la instrucción de la causa, fue un papelón de inicio a fin. Parado en lo alto, cubriéndose del sol con un gorrito, el pseudoingeniero Stavelius, ayudante con un tarro de pintura color rojo a la diestra, se la pasó de un lado a otro buscando las fisuras que había declarado en su informe. No las encontró. Cinco profesores de ingeniería de la Universidad Nacional concordaron en tal inexistencia.

Marcos Juárez, hermano mayor de Miguel y gobernador de Córdoba cuando éste era presidente (todo quedaba en familia en dicha facción), al volver a Córdoba enfiló derechito a la estación de correos y telégrafos de la Nación para mandarle a su hermano en Buenos Aires los pormenores. El embriague de la victoria lo llevó a escribir tres páginas completas. La comunicación le terminó saliendo, cobrada por palabra, un platal. Pero ni la cuenta del empleado de correos pudo borrar la sonrisa de satisfacción de su rostro. Ahora eran sus adversarios los que tenían el agua al cuello de la ignominia política.

En noviembre de 1893, el juez ordenó la libertad de Bialet Massé y Cassafousth, absolviéndolos de culpa y cargo. También impuso las costas del pleito a la provincia, que fijó en 200.000 pesos. Poco después, el gobernador Pizarro renunció al cargo. El traspié en el pleito era uno de los motivos de su alejamiento.

La justicia llegaba tarde y mal. Ambos detenidos habían sido presos y sometidos al escarnio público un año antes, sin ninguna base. Durante el tiempo del juicio Cassafousth perdió todas sus propiedades, quedando en la ruina. Algo similar pasó con Bialet Massé, quien debió presentar en concurso de acreedores su fábrica «La Primera Argentina». Ello arrastró a la nada todo el resto de su patrimonio. Al salir de prisión tuvo que pedir prestado para pagar el alquiler de la pensión donde vivía con su familia porque ya no tenía casa.

Cassafousth quedó devastado espiritualmente por lo ocurrido y terminó yéndose de Córdoba. Bialet Massé, quien además de médico era abogado, se dio el gusto de ganarle un juicio por injurias a Stavelius, en el cual se demostró que de ingeniero no tenía nada.

El juicio por la construcción del dique también “se llevó puesta” la obra que debía ser su consecuencia: la construcción de un canal navegable de Córdoba al Paraná a través de los ríos denominados entonces Primero, Segundo y Tercero (hoy Suquía, Xanaes y Ctalamochita, respectivamente), proyectado por el ingeniero Luis Augusto Huergo y aprobado por ley de la Provincia el 30 de julio de 1889.

Era dejar de ser mediterráneos y de depender del puerto de Buenos Aires. Algo a lo que se opusieron férreamente los ferrocarriles de capitales ingleses. Es claro que terminaron ganando la pulseada.

Cuando murió Cassaffousth, en 1900, los ataques contra su dique volvieron, pese a que llevaba ya una década sin exhibir la menor deficiencia. Su compañero de obra dijo al respecto: «La tempestad de la pasión pasará y el dique perdurará por los siglos para gloria de Cassaffousth, de la ciencia nacional y para el provecho de Córdoba». Sabía que estaban «pagando el pato» de un modo cuasi carnívoro de hacer política.

La póstuma reivindicación de ambos ocurrió cuando en 1939 se comenzó a construir el actual dique, de mayor altura y aguas abajo del primigenio. Cuando se pretendió demoler el antiguo paredón con explosivos, no se consiguió hacerlo pese a los empeños.

Aún puede verse, bajo la aguas o asomando de ellas, dependiendo del régimen de lluvias de la época.

El viejo paredón se muestra firme, inamovible. Un mudo recordatorio, no sólo de la grandeza que los cordobeses podemos alcanzar. También, de lo autodestructivos que podemos ser cuando las conveniencias y las pasiones alimentan los actos de la vida pública.

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