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El inflexible fiscal del imperio

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Mostró una energía de hierro al disputar las más incómodas cuestiones judiciales. Por Luis Carranza Torres.

Ernest Pinard fue el abogado más conocido y polémico en Francia en los tiempos del Segundo Imperio de Napoleón III.
Nacido en Autun, el 10 de octubre de 1822, hijo de un abogado del lugar, Henry Louis Laurent Pinard, y de Marie Françoise Guillot.
La pérdida de su padre a temprana edad y la crianza de su madre en los cánones más tradicionales de la educación católica determinarán no pocas cosas durante el resto de su vida. Desde la psicología no ha dejado de advertirse que el vacío de padre tiende a convertirse en una búsqueda constante de su figura idealizada y de la asociación de la función paterna tradicional con los valores de la autoridad y el orden.

Intelectualmente inquieto, dedicado por entero a cumplir con sus deberes, luego de asistir al seminario de Autun y –después- a la Academia Stanislas, estudia filosofía, para proseguir su educación en París a partir de 1840. Allí ingresa a la facultad de Derecho, mechando tales estudios con una asistencia regular al Collège de France y la Sorbona para escuchar a otros profesores que concitaban su atención. De ellos, el sacerdote y pedagogo Félix Antoine Philibert Dupanloup, luego nombrado obispo de Orleans en 1849, fue quien le causó mayor impresión.
También por esa época, asistía todos los domingos a la iglesia de Notre-Dame, donde los sermones del padre Henri Lacordaire influyeron en sus ideas y espíritu combativo.
Su vida presenta no pocas semejanzas, en el carácter, con el personaje del inspector Javert de la novela Los miserables, de Víctor Hugo. Un respeto a ultranza de la ley y su interpretación inflexible. Sobre todo, en cuanto a la autoridad del Estado para intervenir en la cosa pública, entendida ésta en un concepto amplio.

La expresión latina “dura lex, sed lex” es la que mejor se aplicaría a sus concepciones en cuanto a lo jurídico y, sobre todo, a la incidencia que puede tener respecto de la vida social, especialmente en cuanto a la moralidad de actos, usos y costumbres.
Doctor en Derecho en el año 1846, se matriculó en el Colegio de Abogados de París como letrado, ejerciendo la profesión. Fue igualmente por ese tiempo que empezó su interés por la política. La Revolución de 1848, que apoyó en sus inicios pero condenó luego por sus disturbios, terminó de convencerlo de que la necesidad de su tiempo era la afirmación de la autoridad pública. Deja entonces el ejercicio liberal de la abogacía e ingresa en la magistratura.
Un tío suyo, Oscar Pinard, le aconseja hacer carrera como fiscal. Se trataba de un consejo a la medida de su carácter que siguió y le dio, en los años sucesivos, grandes logros. Nombrado fiscal adjunto en Tonnerre en 1849, salta a la consideración pública por su gran rigor y decisión durante la epidemia de cólera que diezma la ciudad. Luego de ejercer su cargo, primero en Troyes y luego en Reims, recala finalmente en París como sustituto de la fiscalía del Sena en 1853.

Allí es donde comienza a ser conocido como el «fiscal imperial», por su participación en los principales juicios “literarios” de la época. Pinard llevará ante los tribunales por cargos de inmoralidad a Gustavo Flaubert por su novela Madame Bovary, a Charles Baudelaire por idéntica causa por su obra Las flores del mal y a Eugène Sue por Los misterios del pueblo.
Equivocado pero no de mala índole, su inflexibilidad lo llevó a asumir posturas que resultan, hoy en día, más que inadmisibles, pero posibles en la sociedad patriarcal de su tiempo.
Discutido en sus acciones, nadie -sin embargo- puso en duda su conocimiento ni la buena fe con que encaraba sus procesos. Contaba, además, con el favor del emperador Napoleón III, quien lo condecoró con la Legión de Honor en 1858, y fue promovido en 1861 a fiscal General del Tribunal de Apelación de Douai.
Un lustro después pasó a integrar el Consejo de Estado. Allí, al intervenir en la redacción de una ley de libertad de prensa, sorprende a todos al favorecer que se elimine la pena de prisión en los delitos cometidos por medio de la prensa, sustituyéndola por la privación de los derechos electorales y multa.

Tras un corto período como ministro del Interior, a causa de su inflexibilidad de ideas, renuncia y rechaza integrar el Tribunal de Casación. Luego de la muerte de su madre en 1882 se retira de la vida pública para dedicarse a su familia. Sus últimos años fueron una especie de duelo permanente, perdiendo en el lapso de diez años a todos sus parientes cercanos: hermana, esposa, hijo, hija y yerno.
Fallece en la soledad de su mansión en Bourg-en-Bresse el 12 de septiembre de 1909. Al día siguiente, el diario Le Figaro destacó, en la noticia sobre su deceso, las notas que habían caracterizado su vida: A la par de sus errores y de ser “un poco agresivo” en un “tiempo luchas políticas”, destacó que fue un “servidor fiel del Imperio que había adquirido una reputación formidable para la energía, sin concesiones”, sin que lo afectaran los golpes que recibió por sus acciones. “Su vida como magistrado, estadista, se dedicó por completo a la defensa del principio de autoridad», concluía. Una semblanza perfectamente a tono con la concepción estatalista que casi siempre ha presidido al derecho y a la sociedad francesa.

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