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El inefable padre de Napoleón

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Por Luis R. Carranza Torres

Su vida fue menos gloriosa pero tan interesante como la de su hijo más famoso

Carlo Maria Buonaparte nació en Córcega un 27 de marzo de 1746, con sangre azul en sus venas: hijo de dos nobiles (nobles) corsos: Giuseppe María Buonaparte y María Saveria Paravicini. Antes de que su nombre fuera olvidado por la historia, en esa isla pedregosa sobre el Mediterráneo dio tanto que hablar como luego daría su hijo más famoso, un corso que llegó a emperador de los franceses.
El apellido Buonaparte, que traducido significa «buen partido», provenía de la nobleza inferior italiana de Toscana, dividiéndose luego en dos: la principal, Buonaparte-Sarzana, se afincó en Florencia, y la otra rama, donde luego nacería Carlo, se trasladó a Córcega en el siglo XVI cuando la isla era una posesión genovesa.
A más de pergaminos genealógicos, los Buonaparte corsos tenían una vocación por los asuntos públicos y el poder. De hecho, su padre fue el representante de Ajaccio en el consejo de la Corte francesa, en 1749.
Llegado a la pubertad, Carlo se enamoró de una mujer de la familia Forciol. Para su tío paterno, el archidiácono Luciano Buonaparte, el chico estaba para más y lo convenció de las ventajas de casarse con otra fémina: la nobile Maria Letizia Ramolino, proveniente de la República de Génova y «dotada» en ambos sentidos: tenía la fama de ser la más bella joven en Córcega, y una dote, propiamente dicha, de siete mil liras genovesas.
Que la novia tuviera sólo 14 años era un detalle que a nadie le importó demasiado. Ambos cónyuges, pese a ser un matrimonio de conveniencia, parecieron llevarse perfectamente desde el principio. Carlo, no siempre de buena cabeza, tuvo frecuentemente el buen tino de hacerse asesorar por su esposa. Es que Letizia, detrás de su belleza legendaria, tampoco tenía un pelo de tonta. Y más aún, era de las mujeres más brillantes de su época: tenía una especial habilidad para entender en las cuestiones referentes a la administración de las propiedades familiares y por la política de la isla. Si a todo eso adicionamos su carácter tranquilo, era la esposa ideal para casi cualquiera.
Carlo, por el contrario, no podía ser más opuesto. Tal como se expresa en la Enciclopedia Británica: «Su naturaleza inquieta e insatisfecha lo llevó a presionar o intrigar por otros cargos y a embarcarse en empresas de riesgo que comprometieron la fortuna de su familia durante muchos años». Una joyita.
El joven esposo dejó Córcega poco después de su matrimonio para estudiar derecho en Roma, ciudad que abandonó apresuradamente tiempo después por motivos que aún se discuten. Los estudiosos debaten si fue por faldas, por deudas, por broncas o una combinación de alguna de las anteriores.
Vuelto a Córcega, se incorporó a la recién fundada universidad en un curso de ética, en diciembre de 1765.
Después de dichos estudios se desempeñó, en 1767, como secretario del líder de la República Corsa, Pasquale Paoli, considerado por el nacionalismo corso el «Padre de la Patria», quien estableció una república en la isla y sancionó una constitución de cuño democrático, con autoridades electas por sufragio universal.
Cuando los franceses se anexionaron la isla, tras una corta ausencia de la vida pública que pasó administrando sus propiedades, Carlo cambió de bando y fue nombrado asesor del consejo real por Ajaccio y su distrito el 20 de septiembre de 1769.
También en ese año, un par de meses después, la Universidad de Pisa le concedió un título en derecho. Al fin lograba ser abogado. No fue el único reconocimiento: al crear los franceses una orden de nobleza en Córcega, el novel abogado fue uno de los recompensados con ella, agregándola al título de «Noble Patricio de Toscana» que había heredado en 1769 de sus parientes en Toscana.
Fue, con tales blasones, representante de Córcega en la corte del rey Luis XVI de Francia en Versalles, en 1778, y diputado de París por la nobleza de los estados de Córcega, un año después.
Entre uno y otro cargo se embarcó en una serie de empresas, invariablemente sin suerte. Aficionado, además, a los grandes gastos, perdió por ese tiempo gran parte de su fortuna. Murió en la ciudad francesa de Montpellier un 24 de febrero de 1785, a los 38 años de edad, por un «cirro» o tumor duro en el estómago, dejando en mala posición económica a su esposa y a los ocho hijos vivos de los 12 que había procreado. Sólo la tenacidad de Letizia, cortando todo gasto superfluo que no fuera para mantener la educación de sus hijos, pudo sacar adelante a la familia.
En los Juicios de Napoleón sobre sus contemporáneos y sobre él mismo puede leerse de su hijo emperador sobre papá Carlo: «No fue nada menos que devoto; y aun se había permitido algunas poesías antireligiosas, y con todo, a su muerte, no se encontraron bastantes sacerdotes para él en Montpellier… Mi padre tenía inclinación a la nobleza y a la aristocracia; por otra parte, era muy acalorado en las ideas generosas y liberales.»
Como toda opinión de un hijo sobre su padre, debe tomarse con pinzas, sobre todo si el cargo del hijo obliga a dar una apreciación políticamente correcta. Y en el caso de Carlo, como hemos podido leer, la realidad de su persona distaba un poco de eso.

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