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El eterno retorno del nacionalismo

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Por José Emilio Ortega – Santiago Martín Espósito 

El temido espectro nacionalista recorre, una vez más, todas y cada una de las regiones del mundo.
Lo convoca la recurrente paradoja -de ropajes cambiantes pero reiterada al fin-, del avance de una economía cada vez más global, frente a una disminución de la calidad de vida de los habitantes de los países más desarrollados.
Insistimos, no se trata de una discusión nueva. Desde hace siglos la historia se narra en torno a las marchas y contramarchas de las naciones, aún vigente en la discusión contemporánea: por defensa de la cultura, idioma, costumbres, valores; por la influencia de unas u otras en determinados ciclos o espacios -históricos y geográficos-, por su construcción, deconstrucción o reconstrucción.
La recurrencia nacionalista requiere de un mito; y éste, de una promesa. Se ha sustentado invariablemente en un retorno nostálgico a un ideal, con el peligro que significa el depositar la confianza en el pasado en lugar de hacerlo en el futuro. Alexander de Tocqueville, en La democracia en América describía a Estados Unidos como resultado de dos elementos completamente distintos, que se combinaron, a diferencia de otras partes del mundo, de manera única. A estos dos elementos los llamó “el espíritu de religión y el espíritu de libertad”.
Dentro de estos elementos encontramos el rechazo a los componentes aristocráticos en contraposición a la libre empresa y al individualismo. La gran autonomía de las colonias fue un caldo de cultivo ideal para el desarrollo del liberalismo en oposición a un sistema monárquico.
Recientemente, en su excelente y extenso estudio sobre la historia europea desde 1945, Tony Judt ha explicado cómo los conflictos entre Estados -y naciones- previos y posteriores a la Gran Guerra fueron determinados “por el simultáneo desmoronamiento de la economía europea”. En unos y otros, la crisis de un contexto hace brotar las tensiones entre sus partes, en busca de un tiempo -y a veces un espacio- perdido.

Donald Trump se posicionó como un candidato antipolítico, aunque no sea un antisistema ni mucho menos un revolucionario. No atacó al orden institucional: cuestionó y cuestiona a quienes estuvieron a su cargo. Logró consolidarse como referente, en una nación presionada por la creciente inmigración y etnicismo, acumulando por el espanto. El temor a la instalación de un enemigo común no es un discurso nuevo, fue utilizado en muchos momentos de la historia del mundo, y en Estados Unidos goza de legitimidad.
Remontando la tesis del influyente politólogo Samuel Huntington sobre el “choque de civilizaciones” y los nuevos desafíos de la identidad estadounidense, encontramos un sobrado ejemplo de la preocupación americana sobre la supuesta dificultad de los inmigrantes mexicanos para adaptarse a los valores y costumbres locales.
El triunfo de Trump no sólo es el malhumor de un sector descontento con las clases políticas, las elites y el establishment, sino que se encuentra vinculado con aquellos primeros elementos que hicieron de Estados Unidos una excepcionalidad. Trump los defendió. Ante los cambios étnicos, religiosos y culturales se presentó como un regreso a aquellos primeros valores elementales, apuntando al “estadounidense de verdad”, y su valoración ética del trabajo, el “self made man”; aquel que se encuentra lejos de los privilegios. Pragmático y reaccionario, entiende el progreso en términos de enriquecimiento para la clase industrial y comercial, sobre la base del siempre sagrado sistema meritocrático estadounidense. A pesar de los ríos de tinta que se han escrito sobre el tema, el discurso de Trump -aún con derrapes- fue coherente. Encontró una base cultural en las zonas rurales y cristianas del Estados Unidos blanco en oposición a la diversidad que caracteriza al Estados Unidos urbano.

Frente a una crisis sistemática provocada por los múltiples cambios producidos por la globalización, la mirada de Dani Rodrick renueva su interés, al señalar la existencia del “trilema político fundamental de la economía mundial” entre el Estado Nación, la democracia y la hiperglobalización.
Sostiene que solamente dos de esas tres premisas son compatibles de implementarse al mismo tiempo -es imposible la coexistencia de todas-. No sólo Trump, sino May y el Brexit en Reino Unido, la entrada en el balotaje de Le Pen en las elecciones de Francia -con un piso histórico de votantes-, el auge de los nacionalismos húngaro, polaco, turco, y hasta la abstención récord, registrada en las últimas elecciones al Parlamento Europeo, parecen abonar la tesis del profesor de Harvard.
El derrumbe del muro de Berlín motivó un enorme cambio mundial, pero en resumidas cuentas fue un paso parcial más, cuyo alto costo invariablemente debía empezarse a pagar.
Los efectos de la globalización condicionan desfavorablemente a la agenda pública doméstica. La sociedad se repliega, y la “nación” es su último refugio. La eterna armonía mercado – democracia fue un espejismo. La profundización de los proyectos continentalistas y aún la implosión de las economías socialistas, no fueron el fin de la historia: ni siquiera representan el punto final de una etapa.
Qué lejos quedan, y no fue hace tanto, los augurios de una etapa post-nacionalista.

Docentes Cátedra “B” Derecho Público Provincial y Municipal -UNC

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