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El día en que quisieron lapidar a Indira Gandhi

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«No me importa si mi vida va en el servicio de la nación.  Si muero hoy, cada gota de mi sangre vigorizará a la nación”. Indira Gandhi

Por Silverio E. Escudero

Un grupo de choque, una patota integrada por una treintena de muchachones embozados, según cuentan las crónicas de época, ingresó intempestivamente en el predio donde se llevaba a cabo un acto político de envergadura. Lo hizo al grito de “vete a tu casa, Indira”, mientras lanzaba una andanada de piedras sobre una mujer, la mujer que ocupaba el centro de la escena política de su país.
La oradora era la admirada Indira Gandhi, primer ministro de India quien, sin amilanarse ante el inusitado ataque, preguntó al auditorio si el pueblo votaría por gente como la atacante, mientras recibía una lluvia de piedras, una de las cuales le dio sobre su nariz, que comenzó a sangrar profusamente. Pese a la sorpresa y la violencia, continuó con su arenga diciendo: “La democracia india está amenazada por la violencia”. En tanto los miembros de su custodia y sus amigos más cercanos cubrían su cuerpo y la obligaron a retirarse del lugar, que se había transformado en un campo de batalla.
Todo sucedió el 8 de febrero de 1967, en la ciudad de Bhubaneshwar, situada en la parte oriental del río Kuakhai, siendo la actual capital del estado federal de Odisha. Una ciudad que es reconocida en el mundo como “la ciudad de los templos” debido a que históricamente ha sido -y es- un centro religioso donde están representada la mayoría de los credos. Ciudad sagrada en la que había fuertes grupos religiosos fundamentalistas que, con financiamiento de los servicios de inteligencia de la Unión Soviética y de China, obstruían la consolidación del Estado indio y el proceso electoral que estaba en marcha.

La campaña electoral que traemos al recuerdo fue la cuarta realizada en la India republicana, que se distingue ingratamente de las anteriores por el alto grado de enfrentamiento que buscaba obstruir el seguro triunfo del mayoritario Partido del Congreso conducido a la victoria por el fundador del Estado indio, Jawaharlal Nehru.
Pero esta vez -y de ahí la violencia extrema en esta sociedad estamental- la responsabilidad política de la conducción del proceso electoral la asumía su hija, de 49 años, confidente y colaboradora directa de Nehru quien, desde los primeros días de 1966, se había hecho cargo de la dirección del gobierno en reemplazo del primer ministro Lai Bahadur Shastri, quien murió por causa de un infarto masivo, luego de firmar el Acuerdo de Tashkant que buscaba poner fin al sempiterno enfrentamiento entre India y Pakistán.
Lo que excita las pasiones, en especial desde la muerte de Nehru -27 de mayo de 1964-, que supo conducir con disciplina y concordia, con diálogo y firmeza, primero, su partido político -el Congreso Nacional Indio- y los negocios del Estado, es la presencia de una mujer al frente del gobierno. Una sociedad en la que la mujer es percibida como un bien económico y queda sometida a las decisiones de sus padres, tanto para pactar la edad del matrimonio como para elegir el marido. La esposa pasa a ser dependiente no sólo del marido sino también de la suegra y del resto de la familia de su esposo.
Ese año de 1967, cuajado de violencia, es testigo de la ejecución en masa de miles de mujeres y hombres como consecuencia de los constantes choques armados entre los partidos políticos, a los que se suman las religiones que fomentaban el exterminio del otro hasta por diferencias lingüísticas, en un país-continente de 3.287.263 kilómetros cuadrados.

Por si esto fuera poco, desde tiempos de la disolución del Imperio Indio Británico, los días de India transcurren en alerta permanente. Está comprometida en una interminable carrera armamentista con sus poderosos vecinos: China y Pakistán. Una carrera por quién es más poderoso, habida cuenta de añejas rivalidades regionales que se profundizaron en tiempos de la independencia, cuando los chinos contribuyeron a reprimir a los seguidores del Mahatma Gandhi.
Sin embargo, el ejercicio de la memoria no es la única causa. Ahí están las tensiones que crecen a lo largo de los dos mil kilómetros de fronteras que separan los gigantes asiáticos en los Montes Himalayas, que suman visiones divergentes sobre la independencia de Nepal y la cuestión tibetana que motivó la guerra de 1962.

Con Pakistán la cuestión es más compleja. Subyacen rivalidades de siglos, las mismas que supo aprovechar Gran Bretaña para apoderarse de la región y construir el Raj británico, que se extendía por casi toda la actual India, Pakistán y Bangladesh, a excepción de las pequeñas posesiones de otros países europeos, como Goa y Pondicherry.
A la hora de la independencia de la corona británica, la cuestión religiosa tomo una dimensión especial. El enfrentamiento entre los paquistaníes e India tuvo carácter sagrado y sirvió de base a la existencia de dos naciones profundamente antagónicas. Tanto que le hizo decir a Muhammad Ali Jinnah: “El Islam y el hinduismo no son religiones en el sentido estricto de la palabra, sino que son, de hecho, diferentes y distintos órdenes sociales.
Por lo que -continua Jinnah- es “un sueño que entre los hindúes y los musulmanes pueda evolucionar una nacionalidad común, y este concepto erróneo de una nación india tiene problemas y conducirá la India a la destrucción si no somos capaces de revisar nuestras nociones en el tiempo. Los hindúes y los musulmanes pertenecen a dos filosofías religiosas diferentes, costumbres sociales, literatos y, de hecho, pertenecen a dos civilizaciones diferentes que se basan principalmente en las ideas y concepciones en conflicto.”

Pero es menester retornar a nuestro relato principal. El difunto primer ministro Shastri no logró superar la profunda crisis por la que atravesaba el gobierno central debido a diferencias intestinas en el Partido del Congreso. Ésa fue la situación con la que se halló la señora Indira Gandhi, cuyo advenimiento fue producto de una larga y compleja negociación entre sectores radicales que se mostraban, desde sus regionalismos, propensos al separatismo, haciendo temer por la supervivencia del Estado. Indira llegó a tiempo para frenar ese proceso centrífugo y poner en orden la casa. Seis Estados provinciales, que habían roto con la dirección nacional, presentaron sus propios candidatos por fuera de los partidos reconocidos, haciendo oídos sordos a las denuncias de corrupción que los envolvía.

Todo dependía del resultado de las urnas. Unas elecciones singulares que, por la enorme cantidad de votantes, duraría diez días. Y su resultado, producto de un escrutinio aún más complejo que el acto comicial. Tan complejo como las dificultades de las comunicaciones en un país tan extenso. En ellas se trataba no tanto de saber si el Congreso Nacional Indo conservaría su sempiterna mayoría sino ver qué lectura harían de los resultados los líderes regionales para elegir reemplazante del presidente Sarvepalli Radakrishna y confirmar o sustituir a Indira Gandhi en la dirección de los negocios del Estado. Muchos de esos electores estaban convencidos de la necesidad de recurrir a una mano fuerte. ¿Pero bastará la mano dura, se preguntaban los periodistas de aquel tiempo, para salvar a India del riesgo de la disgregación?. La respuesta de la política y la historia es conocida por todos. En las familias, cuando la violencia paternal ya es inútil, la dulce imagen de la madre puede más, escribió un cronista viajero cuyo nombre se perdió en los viejos infolios del periodismo.
Indira Gandhi lo fue. Aunque sorteó aquel intento de lapidación que nos convocó, murió asesinada el 31 de octubre de 1984. Para ella, en este tiempo que todo se olvida, memoria y homenaje.

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